Ni amores, ni dolores, ni dinero se pueden mantener ocultos. Este viejo dicho acaba de ser refrendado por una investigación en la Universidad de Columbia. Para empezar, han enumerado 13.000 secretos posibles. No son pocos. Y los han agrupado por categorías. Además, han encontrado el coste que supone para las relaciones humanas, el bienestar personal e incluso la salud física de una persona morderse la lengua y no contar aquello que ocupa, tenaz, las zonas ocultas de su mente.
Mirando cerebros en acción, han encontrado la verdadera razón de por qué nos cuesta tanto callar un secreto, y el resultado es llamativo. Afirman que la sensación de pesar que tenemos al guardar algo solo para nosotros es física, que realmente notamos como si lleváramos un lastre que soltamos, por fin, cuando la noche o el vino nos desatan la lengua y contamos aquel amor, aquel delito, la mañana en la que vimos, oímos o imaginamos lo inconfesable.
El principal autor de este trabajo pionero sobre los secretos, el profesor de Psicología Social Michael L. Slepian, explica que el cerebro humano es un pésimo guardián de confidencias y enigmas. “No lo sería si fuese capaz de ignorarlos. Así de sencillo. Pero en lugar de ello, dejamos que echen raíces y se conviertan en pensamientos recurrentes. De esos que te vienen a la mente involuntariamente una y otra vez, día tras día, sobre todo cuando estamos a solas”. Esa es la raíz del pesar. Gasta más energía emocional esconder un secreto que las consecuencias de desvelarlo.
Slepian desarrolló un cuestionario de secretos comunes (CSQ) y se lo entregó a 1.200 participantes para que respondiesen de forma anónima si los habían poseído en alguna ocasión. Por ejemplo, un tercio de los encuestados confesó que tiene pensamientos sexuales con una persona ajena a su pareja y nunca lo ha hablado con nadie. Y quienes viven sin sexo se lo ocultan a los demás en la misma proporción.
El investigador trasladó el cuestionario a 312 personas que se encontraban en Central Park, en Nueva York, en su mayoría turistas de diferentes países. Los resultados fueron similares, si bien en este grupo advirtió una mayor tendencia a compartir confidencias al menos con alguien más.
Necesitamos al menos un confidente
El estudio, publicado en el Journal of Personality and Social Psychology, concluyó que cada ser humano acumula una media de trece secretos, aunque solo cinco se los guarda para sí mismo. Cuando decide no compartirlos, pueden causar un profundo malestar emocional. Dicen que Alma, la esposa del compositor Gustav Mahler, no pudo con el tormento de su infidelidad con el arquitecto Walter Gropius, fundador de la Escuela Bahuaus, e instó a este a que confesara ante su marido. Mahler murió meses después.
La historia cambia cuando los secretos se agitan. Judith Campbell, la mujer que compartió cama con los dos hombres más poderosos de EE. UU. en su época, John F. Kennedy y el jefe de la mafia Sam Giancana, concedió una entrevista con 54 años, a punto de morir de cáncer. En ella relató con detalle el “lado oscuro de Camelot”, que es como se llamó al periodo presidencial de Kennedy. ¿Por qué tan tarde? “Durante los últimos 25 años me horrorizó decir la verdad. He tenido que esforzarme por esconder la información que hoy revelo. Probablemente es la única razón por la que estoy viva”, confesó. Y a continuación contó cómo durante 18 años actuó como mensajera entre Kennedy y la mafia, llevando sobres de dinero, transmitiendo mensajes y organizando reuniones. Es muy probable que ayudase a orquestar el intento de asesinato de Fidel Castro. Se le reprochó que tardase tanto en hablar, pero estaba convencida de que habría corrido la suerte de sus dos hombres.
Secretos como los de Campbell abundan en cualquier país y cuando se destapan se convierten en bombas informativas: grabaciones de conversaciones de alto voltaje, vídeos, cuentas a nombre de sociedades off shore, fondos reservados para pagar el silencio y chantajes millonarios. Son elementos que obligan a una reconstrucción de las crónicas.
Tres por semana
El investigador británico Michael Cox llevó a cabo un estudio entre 3.000 mujeres británicas de entre 18 y 65 años. Aunque solo se centró en mujeres (y nada hace pensar que con hombres los datos hubieran sido distintos), parece interesante destacar que el mayor porcentaje de sujetos de estudio tardó una media de 47 horas y 15 minutos en desvelar la confidencia. Y que cada persona escucha alrededor de tres secretos al cabo de una semana. Puede que, un año después, la actriz Jennifer Aniston aún siga maldiciendo el momento en que confesó a sus amigos su amor por Brad Pitt, más grande incluso que el que profesa a su propio marido, Justin Theroux. Sus confidentes dieron cuenta incluso del encuentro privado de Brad y Jennifer en una suite del lujoso hotel Gansevoort de Nueva York.
Tampoco se contuvo Truman Capote después de que su amiga y confidente Jackie Kennedy le soltase proyectiles contra el presidente JFK como este: “Las mujeres no lo consideraban un gran amante. Realmente no lo era. Quería algo rápido para volver al teléfono a hablar con algún político. Cuando teníamos sexo, él inmediatamente se daba la vuelta y se dormía”.
Los de Jackie o Jennifer son de esos secretos de los que habla Slepian en su investigación, con un alto potencial para crear un estado insoportable de estrés y cuyo efecto dañino se elimina al compartirlo con alguien.
“Cuando hablas de tu secreto empiezas a pensar en él constructivamente, lo procesas, le das sentido, aprendes a lidiar con él… reduces la preocupación y dejas fuera la carga”, dice el investigador. Callarlo, sin embargo, nos debilita físicamente, hasta el extremo de que, a la hora de juzgar la pendiente de una colina o la distancia entre dos puntos, los guardianes de secretos perciben mayor inclinación en la montaña y una distancia mucho mayor de la real. Los autores proponen aliviar el sufrimiento redefiniendo el secreto, por ejemplo, exponiéndolo en chats anónimos. La psicóloga María Ángeles Muñoz emplea en su consulta desde hace tiempo la escritura terapéutica. “El secreto busca una puerta de salida, un escape. En un pasado cercano la labor del confesor fue muy valiosa como ayuda para liberar su peso. Ahora es el psicólogo quien ha recogido el testigo y una de las técnicas más efectivas utilizadas en terapia es la escritura. A través de ella conseguimos un efecto de vaciado que permite que nuestra mente descanse”, explica.
Diana de Gales aconsejó a su mayordomo Paul Burrell, su gran confidente hasta que murió, escribir en un diario las zozobras que le provocaron las confesiones de la princesa, como su deseo de casarse con el cardiólogo paquistaní Hasnat Khan. No quedaban ahí sus bombazos, que solo salieron a la luz después de la muerte de Diana. Pero contarlos a su confidente, según los psiquiatras, fue terapéutico para ella.
James Pennebaker, psicólogo de la Universidad de Texas, estudia desde hace 30 años la escritura como herramienta para superar vivencias traumáticas. Durante tres años se dedicó a estudiar qué ocurre con las víctimas de una violación que lo ocultan por sentimientos de culpa o de vergüenza. Su idea es que el silencio puede ser aún más dañino que el propio suceso. En cambio, cuando confiesan esos hechos que han mantenido en lo más recóndito su salud mejora, se reducen sus visitas al médico, aumenta la calidad del sueño y hay una bajada considerable en los niveles de las hormonas del estrés.
La terapia de Tolstoi
El confidente más fiel es el que no puede hablar. Y un diario no tiene palabra, a no ser que un día alguien encuentre la cerradura que lo abre. Otra investigación de la Universidad de Auckland (Nueva Zelanda), además de dar la razón a Pennebaker, constató que escribir un secreto acelera la cicatrización de las heridas físicas. Su autora, Elizabeth Broadbent, lo probó con 49 personas de 64 a 97 años. Después de practicarles una biopsia que dejó una herida en el brazo, les pidió que escribieran sus pensamientos más íntimos durante 20 minutos al día. Cada cuatro o cinco días, los investigadores fotografiaron sus lesiones hasta que se curaron. Una mitad relataba en un papel sus pensamientos más íntimos y experiencias traumáticas, mientras que la otra mitad escribía sobre los planes de la jornada, eludiendo cualquier aspecto sentimental. A los once días, un 76,2 % del grupo había curado, frente al 42,1 % del segundo.
El novelista ruso Leon Tolstoi tenía tres diarios. Uno lo dejaba a la vista de su esposa; otro, con la intención de que se publicase tras su muerte; y el último lo llevaba siempre consigo para que nadie lo leyese.
El escritor mostraba así que hay secretos que no vale la pena callar y otros que valen tanto que no se pueden callar. Y puede que este sea el motivo de la eclosión de personajes como el australiano Julian Assange, fundador de WikiLeaks y el pirata informático que ha abanderado la lucha de los activistas tecnológicos contra los excesos de gobiernos.
Un buzón de secretos oficiales
Su programa antisecretos de Estado ha dividido a la opinión pública: ¿Héroe o villano? ¿Hay razones para justificar su atentado contra ese grado de privacidad levantado, en teoría, para proteger al ciudadano? El concepto de WikiLeaks fue simple: un buzón informático en el que confidentes de todo el mundo pudiesen revelar secretos oficiales sin miedo a ser descubiertos. Difundió 77.000 documentos secretos sobre las actividades de Estados Unidos en Afganistán, 400.000 sobre Irak y 250.000 llenos de chismes sobre mandatarios y políticos conseguidos en 247 embajadas.
Como él, Daniel Ellsberg, Bradley Manning, Edward Snowden y una lista interminable de espías y piratas han desvelado secretos que han cambiado el panorama internacional. Y bien, antes de empezar a hablar, habría que plantearse, como sociedad y como individuos, la pregunta del filósofo Francesc Torralba: ¿Cuánta transparencia somos capaces de digerir?