El primer Drácula que llegó al cine lo hizo un día como hoy de 1922. Ese día nació Nosferatu, “el que trae la plaga”, el primer vampiro fotofóbico en la historia del cine
Julio Ángel Olivares Merino, Universidad de Jaén
El 4 de marzo de 1922 Friedrich Wilhelm Murnau estrenaba en el Primus-Palast de Berlín una de las más escalofriantes y singulares adaptaciones del Drácula (1897) de Bram Stoker, llevando –aunque sin pagar los derechos de autor a la viuda del autor irlandés– la historia del ínclito conde y vampiro transilvano a la pantalla por vez primera.
Un vampiro venido del Este
En su Nosferatu, Eine Symphonie Des Grauens, y a partir del guion de Henrik Galeen, el realizador alemán crearía un icono seminal de “chupasangres” y conferiría vida eterna a una concepción sui generis que, lejos de regirse por el patrón literario y el modelo aristocrático de Lord Ruthven –el no muerto de John William Polidori (El vampiro, 1819)–, la irresistible y seductora Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu (1872) o la tendenciosa reinterpretación de Vlad el Empalador a cargo del propio Stoker como noble contracolonizador del imperio británico, entroncaba más con las características del vampiro folclórico de las tradiciones del Este.
Así, el Conde Orlok de Murnau (interpretado por Max Schreck) imitaba esos cadáveres vivientes que, en tiempos de la “histeria vampírica” en zonas como Silesia, Moravia o Polonia –según se afirmaba en varios tratados del siglo XVIII–, regresaban de la tumba para abastecerse de la sangre de sus familiares y sembrar el terror, llegando incluso a despertar el interés de intelectuales europeos como Voltaire.
El conde Orlok
Nosferatu –del griego “nosophoros”, etimológicamente, “el que trae la plaga”– figura como el primer vampiro fotofóbico en la historia del cine y abriría la veda de un mito que se asentaría plenamente en las décadas venideras como referente cultural y popular.
De perfil aguileño, escuerzo, calvo y sin atractivo físico alguno, espigado y pálido, con garras de bestia e incisivos de rata, Orlok se pasea por el metraje mudo de esta joya seminal del expresionismo alemán como la silueta amenazadora del otro, el extranjero que se desplaza desde su territorio primitivo y anhela colonizar la urbe –se ha llegado a sugerir la connotación antisemita, consciente o no por parte del director–.
En esencia, el antagonista de Murnau es un ente enfermizo, un noble decadente, oprimido por la soledad, la monotonía de una vida eterna sin aliciente, el desamparo, la gelidez ruinosa de su castillo deshabitado en los Cárpatos y, carencia suma, la falta de un alma gemela a la que amar. De hecho, Ellen Hutter, objeto de su deseo, se erige en esta oscura historia en la heroína que se sacrifica por amor a su esposo Hutter y logra tentar al vampiro, reteniéndolo hasta esas primeras luces del amanecer que resultan letales para el ente de las tinieblas.
El Nosferatu de Murnau atesora una cadencia hipnótica y casi esotérica. Concebido a partir del metrónomo que el realizador usó durante el rodaje, con una fotografía siniestra y poética a la vez, fruto de una escenografía sublime, impactante y acompañada de un posicionamiento de cámara que enfatiza la profundidad de los planos, una iluminación basada en el claroscuro –mérito también del camarógrafo Fritz Arno Wagner–, el filme garantiza la inmersión onírica y gradual del espectador.
Variadas adaptaciones
Más allá de su plasmación en el ámbito literario, con esa interminable lista de obras que rememoran o reconstruyen la visión purista de Stoker antes de llegar a las versiones edulcoradas de hoy en día, son innúmeras también sus adaptaciones y reescrituras dentro del campo cinematográfico.
Ahí se incluyen la teatral y refinada caracterización de Bela Lugosi en el Drácula de la Universal (Tod Browning, 1931), el carisma fiero y siniestro de Christopher Lee y los vampiros lascivos de la Hammer Films encumbrados por el technicolor, la sensualidad del conde interpretado por Frank Langella en la adaptación de John Badham de 1979, o la reinterpretación en clave romántica de Francis Ford Coppola (1992), sin obviar otras tantas revisitaciones posteriores, muchas de ellas deconstrucciones posmodernas más que subrayables.
Rescatado como referente, el metraje de Murnau se mostraría camaleónico también en versiones como La duodécima hora: una noche de terror, ya con voz, dirigida en 1930 por Waldemar Roger, con un final alternativo y escenas inéditas del original. Además, en 1979, Werner Herzog filmaría un “remake” muy personal, con una caligrafía épica desbordante, una obra maestra en la que se enfatiza aún más el carácter existencialista y lánguido del vampiro, interpretado por Klaus Kinski.
Herederas directas, asimismo, del resucitado de Murnau son el musical Nosferatu, the vampire (1995), bajo la dirección de Bernard J. Taylor y la no menos curiosa La sombra del vampiro (2000). En ella, E. Elias Merhige mezcla realidad y ficción al sugerir la posibilidad de que el actor que encarnase el papel de Orlok en la película de principios de siglo pudiera haber sido, en realidad, un vampiro.
En la actualidad, la sombra de Nosferatu sigue siendo alargada y, ya en el horizonte más inmediato, se anuncia un nuevo “remake”, con el realizador David Lee Fisher tras las cámaras. Fisher volverá a usar la técnica de reanimación del metraje original a través de la pantalla verde, argucia que ya resultase más que innovadora en su reescritura de El gabinete del Doctor Caligari en 2015.
Otros cien años
En sueños o despiertos, celebramos hoy las virtudes de Nosferatu y su sinfonía del horror, el escalofrío en estado puro, revisitando sus cartelas, sus planos irisados, sus paisajes indómitos, sus fotogramas de la urbe civilizada, muerta y asolada por la peste.
Y danzamos en estos años de plaga al son de las diferentes bandas sonoras que, a partir de reescrituras y reinterpretaciones de la composición original de Hans Erdmann, concibieron para el filme durante las siguientes décadas James Bernard, Gillian Anderson o James Kessler.
El metraje llega hasta nuestros días con la inercia espectral de esa goleta que transportó a Orlok a las costas de la ciudad alemana de Wisborg y, así, la curiosidad nos lleva a asomarnos nuevamente a la cubierta de ese barco fantasma, a intimar con el silencio y la muerte presentida en sus camarotes y abismos. La silueta del proyector se acciona entonces y el vampiro emerge, custodiado por su ejército de ratas. Orlok nos mira desde un contrapicado para, al poco, ascender por las escaleras como sombra icónica al acecho e invadir nuestra estancia, llevado por la sed de sangre.
El contagio está servido, como mínimo, durante cien años más y, a buen seguro, para toda la eternidad, sin luz solar o estaca que lo destronen.
Julio Ángel Olivares Merino, Filología Inglesa. Literatura inglesa, cine y cultura popular, Universidad de Jaén
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.