El australiano Kyle Wirth ha sido condenado por fabricar las partes necesarias para armar una pistola en una impresora 3D. Solo le faltaba el cañón y un resorte, dos piezas que la policía montó para probar que el arma podía disparar y matar a una persona. El abogado de Wirth ha alegado que la única motivación que movía a su defendido era la curiosidad por los compuestos que se emplean en esta tecnología. Curiosa defensa cuando la curiosidad puede acabar matando más que al gato.
Una pistola impresa en casa no tiene un número de serie ni ninguna otra identificación. Está hecha de plástico casi al completo, lo que significa que puede evadir la vigilancia de los arcos de seguridad. Y sus planos pueden compartirse por internet impunemente… excepto si se hace una ley que persiga la posesión de este tipo de planos, como en el estado australiano de Nueva Gales del Sur. Pero no todos los estados, ni los países, siguen la misma estrategia.
La ley del país establece que es ilegal fabricar armas sin licencia, ya sea con una impresora 3D o no, y eso parece ser suficiente. Pero quizá la ley debería avanzar en las prohibiciones relacionadas con el uso de las impresoras 3D para experimentos como el de Wirth. Porque “esto es solo el principio”, ha lamentado la jueza del caso, Katherine McGuinness.
Afortunadamente, aún deben superarse varios escollos para que las armas impresas funcionen eficazmente. Los materiales que se emplean para imprimir objetos pueden hacer que las armas sean más peligrosas para quien dispara con ellas que para los demás, y estos dispositivos no imprimen el metal del que se hacen las balas. Pero casos como el del curioso australiano demuestran que es una de las amenazas más alarmantes a las que la ley debe hacer frente, quizá investigando el historial de las impresoras y registrando las personas que compran determinados compuestos.
Redacción QUO