La evolución de la lengua depende de tantos factores como aspectos puedan influir en sus hablantes. Por eso resulta tan arriesgado aventurar un pronóstico sobre el rostro que presentará el idioma dentro un siglo. Sin embargo, las transformaciones en sus rasgos no aparecen espontáneamente. Van surgiendo de procesos lentos que suelen tardar años en cristalizar.
A partir de las modificaciones que ya andan circulando por nuestras conversaciones, escritos y medios de comunicación, Francisco Moreno Fernández, catedrático de Lengua Española de la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid), ha esbozado para Quo el retrato robot de un castellano con 100 años más: “En mi opinión, será parecido al español americano de las zonas del interior (área andina, mexicana), con incorporación de muchas voces procedentes del español de España y con más anglicismos. Será completamente yeísta [con el mismo sonido para y y ll] y con una ese final de palabra más erosionada. En la gramática, se simplificarán los paradigmas verbales [es decir, todas las formas que componen la conjugación de un verbo] y se perderán las preposiciones con los pronombres relativos, así como el uso de cuyo”.

Fuerzas de cambio
Todo ello, teniendo en cuenta que no todos los módulos de la lengua se mueven al mismo ritmo. Los sonidos que pronunciamos tardan más en cambiar que los términos con los que denominamos nuestra realidad. Y dentro de estos, nos aferramos con más fuerza a los más usuales y cercanos: “Casa, padre, cielo, campo y nube evolucionan con más lentitud que el léxico de la agricultura y de la informática”, precisa Moreno. De hecho, su colega Antonio Narbona, de la Universidad de Sevilla, explica que la mayoría de los términos del Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía, publicado por su maestro Manuel Alvar entre 1961 y 1973: “Ya son desconocidos para la mayoría de la población, debido a que se referían al mundo rural y agrario. Hoy no necesitamos saber cómo se llaman las partes de un arado. A estas palabras se las lleva la vida misma”. Narbona considera que son dos movimientos que van cincelando nuestras forma de expresión: los que tienden a subrayar las diferencias entre distintas zonas, o centrípetos, y los que propician una lengua común cohesionada, o centrífugos. Si los primeros triunfaran, correríamos el riesgo de encontrarnos con un idioma fragmentado en el que dejaríamos prácticamente de entendernos. Narbona pone un ejemplo que le resulta cercano: “En el Estatuto de Andalucía se establece que la radio y la televisión deben promover el uso de todas las variedades del habla andaluza. Si eso se llevara a efecto desde Almería a Huelva, cada uno hablaría como quisiera y se deterioraría la necesaria comprensión para los oyentes”. Sin embargo, confía en que puedan más las fuerzas unificadoras. La mejor baza de estas es la lengua escrita, y el hecho de la creciente alfabetización en América Latina, de donde proceden nueve de cada diez hispanohablantes, ofrece un gran margen de confianza.

Redacción QUO