La ciencia se ha propuesto demostrar la existencia de las ondas gravitacionales. Poner cara a uno de los elementos clave en la formación del universo. Y se apresta a hacerlo antes de que acabe 2016. Es más, quizá ya lo haya conseguido, según el cosmólogo Lawrence Krauss, quien el pasado enero afinó en su cuenta de Twitter un jugoso rumor que había lanzado meses atrás. “¡Ha sido confirmado por fuentes independientes!”, aseguró el físico a sus 200.000 seguidores. “¡Puede que se hayan descubierto ondas gravitacionales!”, apostó. “Excitante.”
Y apasionante. Un detector de ondas gravitacionales sería la herramienta astronómica más innovadora desde el telescopio que mostró a Galileo los anillos de Saturno, las manchas del Sol y los cráteres lunares. Con el nuevo detector podrían ver lo nunca visto en el espacio y, a la larga, lo emplearían para embarcarse en un viaje alucinante hasta el primer nanosegundo del universo. Las ondas gravitacionales generadas en ese momento decisivo enseñarían a los cosmólogos cómo se cocina un cosmos, y a la humanidad entera, cuál es el origen de todo.
Hace cien años, el genial Albert Einstein vislumbró un universo alborotado de gorjeos, trinos, silbidos y risas; un concierto inaudible de chamarices, gorriones y mirlos, enjaulados en el papel; un insondable jaleo matemático. Intuyó que los púlsares, los agujeros negros, las estrellas de neutrones y otros leviatanes cósmicos descubiertos durante el siglo pasado hacen retumbar el espacio-tiempo.
Sus grandes masas, bajo una aceleración extrema, producen ecos de gravedad que viajan en forma de pliegues del espacio-tiempo, a lomos de ondas como las que anima un guijarro al herir la piel de un estanque: ondas gravitacionales que llevan impresa la firma de quien las ha generado.
Leer la información codificada en el plumaje de estos pájaros fantasmas es una tarea en la que los científicos se han volcado desde mediados del siglo pasado. Su análisis no solo les ayudaría a pintar un retrato más fidedigno de todo lo que surca el cosmos, sino que también les abriría las puertas de nuevos dominios, como el interior de las estrellas.
Pero no se pueden generar en el laboratorio para estudiarlas de cerca. “La gravedad que necesitamos para que se produzcan es fortísima”, afirma el investigador del Instituto de Ciencias del Espacio (IEEC-CSIC) Carlos Fernández Sopuerta. Una bomba atómica a diez metros de un detector generaría una señal billones de veces más débil que la que llegaría de la explosión de un sol moribundo –una supernova– a galaxias de distancia.
Por eso, los científicos buscan el gorjeo que llega de los fenómenos astrofísicos más repentinos y violentos: de estrellas supermasivas y púlsares –capaces de satisfacer las necesidades energéticas de la humanidad durante 10.000 millones de años–, enlazados en un baile gravitatorio que culmina en un abrazo cataclísmico; de supernovas que engendran estrellas de neutrones que, con el diámetro de Manhattan, alcanzan la masa de medio millón de tierras y que a veces chocan entre sí; de agujeros negros, pozos de una voracidad de la que no escapa ni la luz y que llegan a tener una masa diez mil millones de veces mayor que la del Sol.
La fuerza de las ondas gravitacionales generadas en estos barrios conflictivos del cosmos podría romper una luna en dos, pero, tras un viaje millones de años más largo que el tiempo que nuestra especie lleva en este planeta, son tan débiles que al llegar a la Tierra solo perturban el espacio una distancia del orden de un núcleo atómico.
O de una milésima del diámetro de un protón, que es lo mínimo que puede medir el Observatorio de Interferometría Láser de Ondas Gravitacionales (LIGO, por sus siglas en inglés).
Precisamente, el rumor del tuitero Krauss atribuye la excitante detección a este proyecto. Sus instalaciones, separadas 3.000 kilómetros –una en Luisiana y la otra en Washington–constan de dos conductos de 4 kilómetros unidos en una gigantesca ele. Por ellos viajan sendos láseres. Son dos agujeros en la atmósfera terrestre: gran parte de los 200 millones de dólares del proyecto se han invertido en crear un vacío y aislar los tubos de cualquier ruido o vibración que pueda colarse del exterior.
La ingeniería del proyecto es complicada, pero la idea que encierra es bastante sencilla. El efecto de las ondas gravitacionales en el espacio tiempo es el mismo que uno provoca al estirar y contraer una malla cuadrada: cada tirón dilata la red en el eje que une las manos y, al mismo tiempo, la contrae en el otro. Luego, se invierten los papeles.
Los brazos del observatorio son dos lados del cuadrado. Uno de ellos se estira una milésima del diámetro de un protón con el paso de una onda gravitacional, mientras el otro se contrae. Los dos láseres recorrerán distancias ínfimamente distintas y, por lo tanto, tardarán un tiempo diferente en llegar a la meta. Esta medición, que se diría imposible, delatará el paso de la onda gravitacional.
Gran parte del conocimiento humano sobre el universo se ha acumulado gracias a las observaciones astronómicas hechas con telescopios basados en la luz, en la visible y en la que no lo es: infrarroja, ultravioleta, rayos X, ondas de radio… Pero la luz es absorbida por la materia, lo que complica mucho los cálculos que hay que hacer para interpretar sus débiles señales. Además, se genera con intensidad irregular en las diferentes latitudes del cosmos, lo que significa que no podemos evitar que nuestro mapa del universo esté ligeramente desequilibrado.
Además, “con la luz, o al menos con muchos tipos de luz, solo puedes ver lo que estás mirando, mientras que puedes detectar ondas gravitacionales que vengan de cualquier dirección, como si fuera sonido”, añade Fernández Sopuerta. El gran problema es que el universo es una algarabía incesante en la que es difícil distinguir el trino del mirlo de la risa del chamariz y del silbido del gorrión, descartarlosuno a uno y obtener el canto gravitacional anhelado del pájaro fantasma. Pero gran parte del ruido que oculta la señal se eliminaría de un plumazo llevando el detector de ondas a un lugar más tranquilo: al espacio.
[image id=»77512″ data-caption=»» share=»true» expand=»true» size=»S»]La Agencia Espacial Europea prevé lanzar en 2034 un trío de satélites que formen un triángulo que funcione como LIGO, mientras sigue a la Tierra en su órbita alrededor del Sol. Pero en lugar de medir láseres lanzados en tuberías, la luz recorrerá miles de kilómetros entre los vértices de la constelación: se valoran diseños que van de uno a cinco mil kilómetros. Es el proyecto eLISA (Antena Espacial de Interferometría Láser evolucionada, por sus siglas en inglés). Una sonda de prueba, LISA Pathfinder, se lanzó en diciembre para comprobar el correcto funcionamiento de la tecnología, que incluye un ordenador made in Spain. La máquina registrará la información del sistema, que funciona gracias a dos cubos de una aleación de oro y platino que están en caída libre (solo les afecta la gravedad), que pesan dos kilos, están separados 38 centímetros y ocupan los extremos de un láser. Desde ahí vigilan si el haz crece o mengua unos pocos picómetros.
Fernández Sopuerta, que es el investigador principal de la colaboración española en el proyecto, no es ajeno a una de las expectativas más sugerentes de su campo de trabajo. “Podríamos ver si hay un fondo de ondas gravitacionales en el universo primitivo… si tuvieran cierta intensidad”, opina. Sería histórico. Hasta ahora, lo más antiguo que los científicos han podido estudiar es el fondo cósmico de microondas: la primera emisión de luz, cuando se abrió la espesa nube de partículas que era el universo y los fotones comenzaron a moverse.
Sucedió 380.000 años después de la gran explosión. “Pero si fuéramos capaces de ver las ondas gravitacionales emitidas en el origen del universo, nos remontaríamos a 10-35 segundos, estaríamos yéndonos al mismísimo comienzo del universo”, aclara el investigador de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y del Instituto de Física Teórica (UAM-CSIC) Juan García-Bellido
El estudio del universo primitivo,mediante la detección directa de ondas gravitacionales, permitirá ver cómo se formó la estructura de todo. Saber si, por ejemplo, la formación de las galaxias se debe a objetos compactos, masivos y voraces como los agujeros negros. En resumen, eliminará de la cosmología de los libros de texto las hipótesis erróneas y perfilará una nueva cosmología cimentada en mediciones precisas.
El trabajo de los físicos teóricos es fundamental. García-Bellido, por ejemplo, ha hecho un retrato robot de las ondas gravitacionales originadas en este esquivo momento para que la comunidad científica sepa qué es exactamente lo que busca.
Y el año pasado publicó una teoría sobre cómo el estudio de este fondo de ondas, que reverberan desde el principio del tiempo, ayudaría a desvelar uno de los misterios cosmológicos más sugestivos. “Si la materia oscura resulta ser agujeros negros primordiales generados antes de que se formaran los bariones –partículas subatómicas formadas por tres quarks–, entonces esos agujeros negros podrían formar
cúmulos y objetos cada vez más pesados, y ser la semilla que dio lugar a las galaxias”. De ser así, esas ondas gravitacionales permitirían entender la naturaleza de la materia oscura.
Un fondo de ondas gravitacionales detectable que permitiera ver cómo se comportó el universo en el Big Bang haría las delicias de físicos y astrofísicos. “Este tipo de ondas provienen de un momento en que el universo estaba muy compacto y, por lo tanto, muy caliente, con energías muy por encima de las que el ser humano puede alcanzar en experimentos como el LHC [el acelerador de partículas donde se descubrió el famoso bosón de Higgs]”, explica García-Bellido.
Los científicos del LHC que se preguntaron cuál es el origen de la masa de las partículas sentaron las bases para la tecnología de raíles superconductores que permitirán que los trenes superen los 600 kilómetros por hora. Quién sabe qué maravillas tecnológicas podrían desarrollarse en el laboratorio cósmico donde procesos ignotos se harán visibles a la mirada científica.
Que se hayan detectado o no ondas gravitacionales no es lo más importante. Quizá el rumor se explique por una prueba que consiste en meter una señal ficticia en los datos de los investigadores, sin que lo sepan, para evaluar su trabajo y el de la tecnología. En 2010, con un artículo preparado para publicar la primera detección de la historia, se desveló que la señal era falsa.
Lo relevante es que la sensibilidad de LIGO en sus últimas observaciones es prometedora: puede ver hasta 80 megapársecs (unos 260 billones de años luz). Y se ha calculado que para el próximo septiembre, cuando la versión europea del detector (llamada VIRGO) se actualice, entre ambos podrían detectar no uno, sino diez agujeros negros al año. Que hemos llegado hasta aquí y que viajaremos más lejos es el auténtico triunfo.
Andrés Masa Negreira