Viste un traje de camuflaje y sabe que su paciencia tiene recompensa: de 1.000 a 10.000 euros por la foto espía de un coche que aún no se ha comercializado. Su misión es cazarlo, y la de los responsables de la marca, que no lo haga. Todo vale en este juego del ratón y el gato. En el caso del paparazzi, la vestimenta de francotirador, los sobornos y un completo equipo en el que no faltan escaleras, raquetas de nieve, cuerdas, etc. En el del fabricante, elevar los muros de sus circuitos para aislarlos de miradas indiscretas, protegerlos con cámaras y, cuando no queda más remedio que acudir a otros escenarios para probar los coches en temperaturas extremas, camuflar las carrocerías. Nada nuevo, por otra parte, que no exista en el mundo animal. Las técnicas de mimetismo de los lagartos, el estampado de los felinos y el cambio de color de los sapos son una muestra de ello que ya la industria militar empezó a aplicar antes de la Segunda Guerra Mundial. Fue en 1935 cuando el profesor de las SS Johann Georg Otto Schick recibió el encargo de realizar un diseño que camuflara los vehículos del ejército alemán. Aplicar coloridas manchas y lunares estampados sobre un color base fue su estrategia. Hoy, la de los responsable de camuflaje de las marcas es crear un nuevo tipo de dibujos que bajo el nombre de flimmies produzcan un efecto parpadeante que dificulte la captura de imágenes. Junto a ello, deciden qué partes del coche deben ser camufladas y cómo. Trabajan sobre moldes de madera antes de aplicar sus soluciones, y estudian la mejor manera de torpedear el trabajo de los paparazzi. De este juego de persecuciones e intrigas salen imágenes que adelantan las líneas maestras de un nuevo vehículo, pero que también pueden suponer importantes pérdidas para la marca.
Redacción QUO