Guillermo, 19 años
Jamás olvidaré la expresión de mi padre cuando, con 14 años, le confesé que me gustaba una chica. No disimuló un largo suspiro de sosiego, al tiempo que me daba una palmadita en la espalda. Él nunca aceptó la homosexualidad de mi madre, que vive con otra mujer desde que cumplí tres años.
Vivir con dos mujeres me ha dado una visión sensible y profunda de las cosas. Me han transmitido su tolerancia, su valentía a la hora de encarar la vida y su talante positivo y liberal. Pero siempre he sabido quién era mi madre, y nadie ha pretendido arrebatarle su rol. A su pareja la quiero muchísimo. Siempre ha estado ahí, pero su presencia ha sido discreta.
Entiendo que para mi padre tuvo que ser muy duro encajar una situación similar cuando apenas llevaban cuatro años de matrimonio. Él siempre ha seguido con recelo mi desarrollo vital, y cada etapa es un peldaño más superado, un bálsamo que mitiga sus temores: las buenas notas, mis juegos, mi carácter abierto y sano, mis amigos, mi adolescencia equilibrada, mi acceso a la Universidad… Y sobre todo, mi heterosexualidad. ¿Estigmatizado? Nunca. Alguna vez me llegó algún chismorreo del patio del colegio. Nada más.
¿Y los niños?
La Academia Americana de Pediatría concluye que existe literatura suficiente para afirmar que los niños y niñas con padres homosexuales “tienen las mismas ventajas y expectativas de salud, integración y desarrollo que el resto”.
1. Son hijos muy deseados y se ha reflexionado mucho sobre tenerlos o no.
2. Los roles de género se diluyen, y se observan relaciones más igualitarias.
3. Las parejas homosexuales crean un ambiente familiar estable y, además, con rutinas.
4. Son similares en competencia social, relaciones de amistad, popularidad, autoestima y rendimiento académico.
5. Su crecimiento es el adecuado, y su desarrollo completamente sano.
6. Se crean redes más amplias de apoyo familiar y de amigos.
7. La probabilidad de homosexualidad es idéntica a la del resto de niños.
Redacción QUO