Arthur es un hombre de 30 años que, tras sufrir un grave accidente en el que se golpeó la cabeza contra el parabrisas, permaneció en estado de coma durante semanas. Tras un largo proceso de recuperación en el que tuvo que volver a aprender a hablar, andar, etc., se ha vuelto tímido, y sobre todo se comporta de una manera casi infantil obsesionado con que sus padres no son más que impostores. Salvo este pequeño “desvarío”, su estado físico y mental parece normal, y su relación con el resto de integrantes de su círculo familiar y social no ha sufrido ningún cambio, lo que hace que sus médicos descarten totalmente la amnesia como raíz del problema.
Cuando cualquiera de nosotros mira a un ser querido, la corteza temporal reconoce la imagen y transmite la información a la amígdala, que le confiere a su vez el contenido emocional. Cuando los especialistas investigaron el funcionamiento de este circuito en Arthur, descubrieron que tenía problemas para hacer conexiones. Lo que les llevó a la conclusión de que la raíz de este problema es orgánica y no psicológica, como se había pensado.
[image id=»61691″ data-caption=»» share=»true» expand=»true» size=»S»]Arthur sufría el conocido como síndrome de capgras, que podríamos definir como daño en la conexión neuronal que permite reconocer caras y experimentar emociones en consecuencia. Lo que explica que los considerados impostores son siempre integrantes del círculo más íntimo y familiar del paciente, con lo que tiene una alta carga emocional. Hasta dar con la raíz neurológica de este problema, a estos pacientes se les había tratado con teorías freudianas que justifican esa “manía” hacia los padres con una atracción sexual por ellos. Esta se resuelve engañándonos a nosotros mismos con que en realidad no son nuestros progenitores. Sin embargo, el neurólogo Vilayanur S .Ramachandran describió un caso de este síndrome en el que el ser querido impostor era el perro del paciente.
Síndrome de ficción
Muchas son las historias que han tomado este síndrome como parte de su argumento. Es el caso de la novela El eco de la memoria, de Richard Powers, y la película Roto (2008), de Sean Ellis.
Redacción QUO