Casi 150 años atrás, las leyes sanitarias en cuanto a alimentos dejaban mucho que desear.
Un ejemplo de ello fueron las bajas en la Guerra de Cuba. Mientras 379 soldados estadounidenses murieron a manos españolas, más de 1.000 lo hicieron por alimentarse con comida de lata mal envasada.
De acuerdo con cifras del Centro de Control de Enfermedades (CDC), la comida contaminada provocaba, a principios del siglo pasado, fiebre tifoidea, tuberculosis, botulismo y escarlatina. En aquellos tiempos, la incidencia de la fiebre tifoidea era de 1 cada mil habitantes, en 1920, la proporción había descendido dos tercios y en 1950 apenas se daba un caso cada 100.000 habitantes. ¿Qué ocurrió? El primer aviso llegó en forma de libro, una novela titulada The Jungle (La Jungla) publicada en 1905 por Upton Sinclair y en la que se relataban las condiciones de extrema insalubridad en las que trabajaban los empleados de los mataderos de Chicago. La popularidad de la obra, unida a las cruentas escenas hizo que el mismísimo presidente Theodore Roosevelt enviara inspectores de sanidad a los mataderos del país. Al poco tiempo se sancionó una ley, el Pure Food and Drug Act y la Federal Meat Inspection Act (FMIA) destinadas a prevenir y evitar la fabricación, el transporte y la venta de alimentos adulterados. Esto ocurrió en 1906.
Pero cuatro años antes entró en escena Harvey Washington Wiley, director de la Oficina de Química del Departamento de Agricultura.
Hasta que Roosevelt no sancionó la mencionada ley, las empresas tenían carta blanca para poner casi cualquier cosa en sus productos, desde morfina en jarabes para la tos a sugerir los beneficios de que los niños fumen tabaco.
Tras años de intentarlo (casi dos décadas en verdad) Wiley logró el apoyo del Congreso de Estados Unidos y gracias a 5.000 dólares de fondos convocó a 12 voluntarios a los que les prometió tres comidas diarias durante al menos seis meses. Se trataba de algo inaudito y muy deseable ya que el país se encontraba en una compleja situación económica y el Escuadrón del Veneno, como serían conocidos los voluntarios, eran empleados del ministerio con un sueldo que apenas les daba para comer. A cambio de ello sus alimentos estarían “aderezados” con bórax (conservante para la carne en aquellos tiempos), formaldehído, sulfato de cobre, ácido salicílico, l benzoato de sodio, ácido sulfúrico y nitrato de potasio entre otros aditivos. El objetivo era averiguar qué le ocurría a los voluntarios cuando estas sustancias, usadas entonces en la industria alimenticia,entraban en su organismo.
Todos los participantes serían vigilados por un equipo médico y ante algún síntoma, como vómitos, fiebre o debilitamiento, el estudio se interrumpiría…para los afectados. Para que la investigación fuera efectiva, los 12 hombres solo comerían lo que Wiley y un cocinero llamado William Carter, quien luego obtendría un titulo de Química Farmacológica y trabajaría 43 años para la FDA les darían. Lo único que podían ingerir de fuera era agua. Antes de cada comida, se les pesaba y se tomaba su pulso y temperatura.
También se analizaban sus deposiciones. En total cada miembro del Escuadrón del Veneno llegó a consumir 0,5 gramos de bórax diarios a lo largo de varias semanas.
A lo largo de 5 años, entre 1902 y 1907, Wiley y un escuadrón de voluntarios que fue rotando, se sometieron a diversas pruebas que permitieron llenar un informe de casi 500 páginas que, por accidente, llegó a la prensa. El revuelo modificó muchas leyes de la industria y si Oficina Química en el Ministerio de Agricultura pasó a llamarse Agencia Federal de Alimentos y Medicamentos, en los años 1930: la famosa FDA.
De las decenas de hombres que participaron del estudio, solo uno de ellos, Robert Vance Freeman, falleció. Fue en 1906 y la causa fue tuberculosis, que de acuerdo con todos los estudios, no podría haber sido provocada por los ensayos.
El resto de los participantes conservaron un buen estado de salud. El último que murió, William O Robinson, lo hizo a los 94 años, en 1979.
Vale destacar que Wiley dejó su trabajo administrativo en 1912 (un año antes había demandado a Coca Cola por no poner en su etiqueta que tenía cafeína ), cuando le ofrecieron el cargo de defensor del consumidor en la conocida revista (por entonces) Good Housekeeping. En 1927 Wiley advirtió en la revista de una sustancia cancerígena cuyo potencial se había desestimado hasta entonces: el tabaco.
Juan Scaliter