Estrés que no mata engorda. Y en esta disyuntiva anda ahora ese porcentaje de trabajadores que, después de sobrevivir a cierres de empresas, prejubilaciones y regulaciones, han podido conservar su empleo. Se mantienen ahí, pero atrapados por un entorno sofocante e incierto y el mal trago de haber sido testigos del desahucio de sus compañeros. En psicología se conoce como “síndrome del superviviente”, un tipo de estrés que, sin el manejo adecuado, puede provocar agotamiento emocional, tristeza, inseguridad, absentismo, ansiedad y miedo, persistentes con el tiempo. “Pero también cabe la posibilidad de que algún individuo asimile este mismo detonante más como desafío que como carga, y que su organismo active los recursos oportunos para enfrentarse a él y mantener la motivación, la concentración y el entusiasmo que requieren cumplir en el trabajo, e incluso medrar en condiciones adversas”, explica el psiquiatra José Miguel López Ibor, director de la clínica que lleva su nombre.
Así es el estrés. A unos les resta energía, a otros se la otorga en forma de mayor disposición para desempeñar una tarea, rendir mejor física e intelectualmente y, sobre todo, como protector frente a todas las alteraciones que acarrea el estrés cuando empieza a subir de tono.
Lo que no mata hace más fuerte
A principios de la década de 1980, el psicólogo Salvatore R. Maddi, de la Universidad de Chicago, siguió la evolución de 430 trabajadores de la compañía Illinois Bell Telephone que habían vivido también una dolorosa regulación, con diez mil despidos, suicidios, infartos y divorcios. Para dos tercios de este colectivo, la nueva situación se volvió insostenible y desarrolló un cuadro similar al de los despedidos. El resto sobrevivió con mucha dignidad y salud, cumpliendo bien su trabajo en su puesto o en otra empresa.
¿Por qué bajo una misma presión unos se superan y crecen, y otros se desmoronan? ¿Qué enigmática fortaleza tienen algunos seres humanos para sobreponerse a los golpes más duros? En su investigación, Maddi descubrió que estas personas habían tenido una infancia más dura, pero su familia les había transmitido confianza en sí mismos. Esta capacidad que permite no solo superar la adversidad, sino también salir fortalecido de ella, se conoce como resiliencia. Debería estar presente en todo ser humano; sin embargo, en muchos casos parece que la falta de uso ha acabado por atrofiarla.
Según una investigación en el laboratorio de neuroendocrinología de la Universidad de Rockefeller, los resilientes son más resistentes a los problemas psicológicos y de salud, aun en ambientes adversos o agotadores.
Maddi mostró una pauta para aprender a dominar el estrés: el aprendizaje. Según el psicólogo Juan Carlos Baeza Villarroel, coordinador de la Clínica de la Ansiedad: “Empieza en la crianza de los niños, y se compone de compromiso, límites, esfuerzos y refuerzos, fomento de las capacidades y uso de diferentes recursos que le servirán como resortes para el futuro”. Pero hay, además, otros factores implicados, como la gravedad de la situación, el entorno, la genética y la propia personalidad.
La química de la tensión
Se sabe, por ejemplo, que biológica y psicológicamente la mujer está mejor preparada para afrontar una situación de presión. Los estrógenos le permiten una gestión más eficaz del estrés y sabe diversificar más sus objetivos, de manera que una disputa con un compañero se disipa en cuanto atiende otra tarea.
La resistencia al estrés depende de más mecanismos biológicos, como los niveles de la llamada hormona DHEA, de acuerdo con una investigación de la Universidad de Yale y del Centro Nacional de Estrés Postraumático que tomó como referencia grupos de soldados, políticos y bomberos. Al parecer, las personas con una presencia alta de esta sustancia soportan mejor las situaciones de mucho estrés.
Redacción QUO