La actividad humana ha lanzado a la atmósfera unas 385.000 toneladas de mercurio en los últimos 5.000 años. La actividad minera o industrial lo libera en forma de vapor y puede quedarse flotando hasta veinte siglos antes de regresar de nuevo a la superficie. A esta conclusión ha llegado un estudio liderado por David Streets y publicado en la revista Environmental Science & Technology. Por primera vez, tiene en cuenta las aportaciones de la época preindustrial y defiende que aumentaron considerablemente durante las fiebres del oro y la plata norteamericanas de finales del s. XIX. Los investigadores consideran que las emisiones de mercurio están aumentando y que Asia está tomando la delantera a Europa y Norteamérica como contaminante principal.
Por su parte, Seth Lyman ha centrado una investigación realizada en la Universidad de Washington (EEUU) en el proceso que sigue este metal para descender de nuevo hasta nosotros. A partir de muestras tomadas con un avión en los cielos de Europa y EEUU, ha comprobado que el mercurio se oxida en las capas más altas de la atmósfera, concretamente en la parte superior de la troposfera y la inferior de la estratosfera.
Esa nueva forma oxidada resulta mucho más fácil de arrastrar por las precipitaciones y las corrientes, que la depositan de tejas abajo. Las cantidades que llegan así a los sistemas acuáticos pueden ser atacadas por ciertas bacterias, cuya acción las transforma en metilmercurio. Esa variedad puede ser ingerida por los peces y ascender en la cadena trófica marina hasta alcanzar niveles perjudiciales para el ser humano en especies depredadoras, como la caballa, el pez espada o el tiburón. La ingesta de cantidades excesivas puede afectar a nuestro sistema nervioso, sobre todo en su etapa de formación, por lo que las mujeres embarazadas o en edad fértil y los niños de corta edad constituyen los grupos más sensibles a la contaminación por mercurio.
Lyman advierte que el viaje del metal por la atmósfera puede extenderse miles de kilómetros, hasta la otra parte del globo. Por eso resultaría muy útil estudiar no sólo dónde se producen las emisiones, sino qué zonas reúnen las condiciones más propicias para convertirse en sus “pistas de aterrizaje”.
Pilar Gil Villar