Donald Trump quiere comprarle un romántico regalo a la Tierra: lanzar polvo de diamantes a sus nubes más altas. Para aliviar su fiebre. Ya tiene fecha para ensayar la idea. En 2018 un proyecto de Harvard lanzará desde el desierto de Tucson (Arizona) globos cargados con sustancias químicas que ascenderán unos 20 kilómetros y esparcirán, en diferentes fases, aerosoles con agua helada, carbonato cálcico o dióxido de azufre. En estelas de unos 100 metros de diámetro y casi un kilómetro de largo destinadas a esponjar los cirros, para que dejen salir y alejarse la radiación del Sol que refleja la Tierra. El experimento Scopex se convertirá así en el primer ensayo real de lo que se ha dado en llamar “siembra de nubes” y su impulsor, David Keith, investiga también el polvo de diamantes como posible abono.
La idea se enmarca en un nuevo campo científico y tecnológico dirigido a intentar paliar los efectos del cambio climático por las bravas: con intervenciones a gran escala en los procesos naturales del planeta. Este campo, la geoingeniería pretende aliviar los síntomas de nuestro gran problema medioambiental. Objeto de gran controversia, ha recibido el apoyo de la nueva administración estadounidense, pero preocupa a muchos que ven estas medidas como una forma de no atacar las causas del cambio climático y evitar el peliagudo tema del recorte de emisiones.
Blanquear las alturas
Las propuestas en estudio se concentran en torno a dos campos de intervención: conseguir que la tierra devuelva más radiación al espacio y capturar de la atmósfera grades cantidades de ese CO2 que ahora mismo le sobra. Los proyectos en la apertura de este reportaje corresponden a la primera opción. Como Scopex y otras iniciativas para jugar con las nubes a distintas alturas.
Juan Antonio Añel, especialista en modelos atmosféricos en el EPhysLab de la Universidad de Vigo, explica que los dirigidos a blanquear cúmulos para que reflejen más luz solar se realizan en la troposfera y su efecto es más local. Pero las medidas para aligerar cirros tendrán un impacto planetario. “Algo inyectado en la estratosfera sobre Alaska acabará afectando al hemisferio sur”.
El primer experimento para adelgazar nubes con aerosoles químicos lanzados desde un globo está previsto para 2018
Los 20.000 millones de dióxido de azufre que lanzó el volcán filipino Pinatubo en 1991 disminuyeron la temperatura global en 1,5 ºC en los dos años siguientes. Hoy, todas las simulaciones de inyección de sulfatos a la atmósfera coinciden en que “aumentarían el tiempo de recuperación del agujero de ozono, desplazarían los trópicos, el ciclo hidrológico se volvería más seco, la temperatura sobre los polos más fría y todo eso cambiaría los patrones meteorológicos en las latitudes medias”, argumenta Añel. Y añade que los modelos para evaluar estos proyectos tienen un margen de error elevado, porque “a día de hoy nuestro conocimiento de la microfísica de nubes es muy limitado”.
Cazando gases
El segundo caballo de batalla de los remedios a gran escala es el exceso de CO2 en la atmósfera. Claro, lo ideal sería dejar de emitirlo, pero el mundo está tan orientado a una economía basada en el carbono que “en los próximos 10 o 20 años nadie cuenta con una bajada radical de las mismas”, confirma Carlos Abanades, investigador en Captura de CO2 del Instituto Nacional del Carbón (INCAR-CSIC).
De hecho, ni siquiera eso sería suficiente, porque ese gas se queda en la atmósfera 3 o 4 siglos de media. Las ideas para retirarlo buscan acelerar los procesos naturales de fijación o imitarlos.
Algunas miran al mar, concretamente al fitoplancton, que lo absorbe con una eficiencia excepcional. A pesar de constituir solo el 1 % de la biomasa de los organismos que realizan fotosíntesis, ellos solitos fijan el 50 % del carbono del océano. Para eso necesitan hierro. Cuando se confirmó que este no llega a muchas zonas marítimas, empezó a brotar la idea de fertilizar el océano con este mineral desde barcos o tuberías que se adentraran en él desde tierra.
En el experimento indio-alemán LOHAFEX se calculó que, regándolo por todo el Océano Ártico, se podrían fijar mil millones de kilos de carbono al año.
Los proyectos para capturar carbono tienen que ser competitivos en los próximos 30 años. Luego ya será tarde
Sin embargo, la intervención en el equilibrio oceánico también puede provocar la modificación del pH del mar o una reducción de los niveles de oxígeno. El IPCC determinó que se debe evaluar la eficacia de este tipo de acciones en un contexto global y en un plazo de al menos 100 años. Ante la falta de estudios concluyentes, se entiende pues la oleada de indignación causada por el empresario estadounidense Russ George cuando decidió por su cuenta volcar 120 toneladas de hierro en el Pacífico canadiense en 2012. El crecimiento de las microalgas de la zona se multiplicó por diez y dos años después, las capturas de salmón aumentaron un 400%. El carbono había entrado en la cadena trófica, pero se desconocen otros impactos ambientales.
Árboles de mentira
Las otras esponjas naturales de carbono son los árboles. Se ha calculado que el bosque boreal de Canadá fija las emisiones de la quema de combustibles fósiles en todo el país. Una capacidad que dobla la de las selvas tropicales. Por eso se ha propuesto la reforestación y siembra de nuevos árboles a gran escala. Pero también hay quien ha decidido competir con ellos con dispositivos tecnológicos que los imitan.
Los llamados árboles artificiales, en diversos diseños, incorporan productos químicos que fijan CO2, en ocasiones a una tasa mayor que la de sus contrapartes naturales. Lo concentran y lo destinan al almacenamiento o a usos industriales. Aunque existen iniciativas para llenar con ellos amplias extensiones de terreno, Abanades se pregunta “aunque un árbol artificial sea 5 o 10 veces más eficaz capturando energía solar y fijando CO2, ¿podrá ser solo 5 o 10 veces más caro que uno natural ? Creo que los biocombustibles, incluso con captura de CO2, van a ser siempre más competitivos”.
Todo ello a corto plazo, porque “los escenarios barajados en el próximo informe del IPCC para no superar un aumento de 1,5 ºC sobre los niveles preindustriales para 2100, como dicta el Acuerdo de París, no contemplan que estas tecnologías sean competitivas en los próximos 30 años, que es cuando tenemos que ir a soluciones de balance negativo”. Es decir, que capturen más CO2 del que emiten. Las propuestas para finales de siglo llegarán tarde.
Ahora mismo están en marcha tecnologías que devuelven a la Tierra el dióxido de carbono que salió de ella. Se extrae de combustibles fósiles y se inyecta en pozos de petróleo para aumentar su rendimiento disolviendo los restos del mismo más embebidos en las rocas. Ese disolvente se queda abajo y compensa las emisiones del que ha salido.
Si se volviera a combinar la agricultura con la ganadería, se podría fijar hasta un 30 % del exceso de CO2 atmosférico
Sin embargo, el grupo de Abanades y muchos otros en el mundo buscan ir más allá aprovechando los procesos naturales que nos explica con “una cuenta de la vieja muy sencilla”: en la atmósfera, 400 de cada millón de partículas son de CO2. Las plantas lo fijan a través de la fotosíntesis y, cuando las quemamos en una estufa o chimenea industrial, el gas que sale tiene más de 100.000 partículas de CO2 por millón. “La naturaleza ha realizado gratis esa enorme concentración”.
Si esa quema de biomasa se utilizara como combustible (en lugar de uno fósil) para una central térmica, una cementera u otro tipo de planta industrial y se capturase el dióxido de carbono emitido con una pureza del 100 %, el balance sería claramente negativo. Precisamente en conseguir esa concentración máxima (CO2 puro) de manera rentable trabajan en la planta del INCAR en La Pereda (Asturias) y la Robla (León).
El destino del gas sería licuarlo e inyectarlo bajo tierra, en depósitos de petróleo o gas ya vacíos, como se hace hoy para almacenar temporalmente grandes cantidades de gas natural. Abanades está convencido de que este procedimiento, con el adecuado asesoramiento geológico, no tiene por qué presentar problemas y ofrece el ejemplo del proyecto Sleipner, donde Noruega lleva desde 1996 metiendo un millón de toneladas de CO2 al año en una única planta. De hecho, ya se han descartado opciones arriesgadas: “en su día se barajó inyectarlo al fondo del océano, pero los sistemas marinos a 3 km de profundidad están tremendamente ligados a lo que tenemos arriba”, argumenta. “No podíamos poner en peligro algo tan serio como toda la dinámica de la vida en los océanos”.
Quién decide
Ese alcance global en las propuestas de geoingeniería hizo saltar desde sus inicios una extensa discusión ética y social en torno a ellas. Si repercuten en todo el planeta, ¿puede un solo país u organismo no global ponerlas en marcha? ¿Con qué criterios se miden y contrarrestan los efectos perseguidos por cada proyecto y sus efectos secundarios? ¿Sus visos de modernidad tecnológica pueden velar los posibles riesgos?
Los consorcios académicos internacionales se centran en la evaluación de opciones, pero no se ha establecido nada sobre la gobernanza de estos proyectos. En 2011 se promulgaron los llamados Cinco Principios de Oxford, aunque solo a modo de marco básico para investigación.
Marta Rivera, miembro del Panel Intergubernamental contra el Cambio Climático (IPCC) y directora de la cátedra de Agroecología y Sistemas Alimentarios de la Universidad de Vic, considera que “la mayoría de estos problemas no son científicos, sino políticos. La política los ha generado, y la política los tiene que resolver”.
¿Moderno o seguro?
En su ámbito, el de la alimentación, “una forma baratísima y sin riesgos de capturar carbono es el buen manejo de los suelos”. La agricultura supone el 25 % de las emisiones de GEI y hay estudios serios que dicen que de esa forma podría fijarse hasta un 30 % del exceso de CO2 en la atmósfera. Habría que sustituir la actual explotación intensiva, que erosiona el suelo y requiere fertilizantes inorgánicos (nitrógeno, fósforo, potasio) por “la integración de la agricultura y la ganadería, que trabajan con materia orgánica. Pero esto implica cambiar el modelo agrario, y la investigadora advierte que “es probable que percibamos esa vuelta a prácticas que se usaron antes como un atraso, aunque en modo alguno lo es”. Si te dejas llevar por tu percepción de lo que es moderno, quizás prefieras “modificar genéticamente los cultivos para que reflejen mejor la luz del sol”, como proponen varias iniciativas de geoingeniería. Para Rivera, “el cambio climático está causado por muchos factores y para mitigarlo hay que abordar todos y cada uno de ellos”.
Juan Antonio Añel, por su parte, ofrece una reflexión de fondo para abordar todas estas propuestas: “el mayor proyecto de geoingeniería ya lo tenemos en marcha. El planeta ya tenía un equilibrio, nuestra geoingeniería inicial ha sido sacar CO2 que teníamos soterrado y meterlo en la atmósfera. Hemos alterado tanto el balance que, a pesar de toda la gente dedicada a estudiar sus efectos a nivel mundial, seguimos sin tener una gran certeza. Y vemos que su rango podría ser mayor o peor de lo que habíamos previsto”.