Las sombras se mueven a su alrededor, pero la oscuridad nunca se desvanece del todo», dijo sobre Tutankamón su descubridor en 1922, el aventurero británico Howard Carter. Ahora, 90 años después, la ciencia ha arrojado un poquito más de luz sobre los fascinantes misterios que envuelven al faraón más famoso de todos los tiempos. ¿Fue asesinado? ¿Nació fruto de un amor incestuoso?
El joven Tut falleció en el año 1340 a. C. Pero una parte de sus enigmas milenarios han sido ahora desvelados gracias a una batería de análisis de ADN realizados por el arqueólogo egipcio Zahi Hawass a los restos del soberano y a otras quince momias. Y las conclusiones son fascinantes: el monarca podría haber muerto de una enfermedad tropical, y su madre quizá fuera ¡una hermana de su propio padre!
Una madre sin identificar
Para comprender con claridad la truculenta historia familiar que rodea al rey Tut, hay que retroceder hasta 1898. Ese año, el aventurero francés Victor Loret descubrió en el Valle de los Reyes una pequeña tumba, la KV35. Se trataba de un sepulcro no excesivamente suntuoso que fue construido para servir de refugio temporal de los restos del faraón Amenofis II, aunque posteriormente (tal y como se dedujo al interpretar algunas de sus inscripciones) también albergó ocasionalmente los cuerpos de otros personajes, como Amenofis III y Ramsés IV.
Pero en su interior no aparecieron los cuerpos de ninguno de ellos. En su lugar, se encontraron tres misteriosas momias. Una masculina, y las otras dos femeninas. La primera, que aún lucía una frondosa melena negra, fue apodada «La Vieja Dama», y la otra, bautizada como KV35YL, recibió el apelativo de «La Joven Dama». ¿Pero quiénes eran estas mujeres?
Sus identidades ha sido objeto de numerosas elucubraciones. Algunas de ellas más románticas que científicas. Así, en el año 2003 la egiptóloga británica Joann Fletcher se mostró convencida de que la momia KV35YL pertenecía a la mítica y bella Nefertiti, esposa principal del fararón Akenatón (también conocido como Amenhotep IV). Y apuntaba la posibilidad de que esta legendaria reina fuera también la madre de Tutankamón. Frente a ella se posicionaron otros estudiosos que creían que la madre de Tut debía de ser Kiya, otra de las esposas de Akenatón.
Pues ni la una, ni la otra. Zahi Hawass y su equipo han revolucionado el mundo de la egiptología con sus estudios genéticos, y han establecido el que consideran el árbol genealógico definitivo de este joven faraón. Un linaje de lo más morboso, tal y como veremos a continuación.
Las pruebas de ADN parecen demostrar que el abuelo de Tutankamón fue el faraón Amenofis III (también llamado Amenhotep III), y que su abuela fue quien después se convirtió en la momia melenuda conocida como «La Vieja Dama», ahora identificada como Tiya, esposa del soberano. Esta mujer, que al parecer poseía una belleza asombrosa, no era de sangre real, sino hija de una familia de poderosos terratenientes, y se desposó con el monarca gracias a sus encantos. Los historiadores la describen como una persona ambiciosa, y dicen que era quien realmente manejaba las riendas del poder durante el reinado de su esposo.
De la unión de Amenofis III y Tiya nacieron varios hijos, entre ellos Akenatón, quien se casó con Nefertiti. Como ella tampoco se quedaba corta en lo que a ansias de poder se refiere, los estudiosos dicen que la relación entre suegra y nuera no era buena. ¿Pero fue Tutankamón hijo de Nefertiti?
Los análisis realizados por Hawass parecen demostrar que, efectivamente, el padre de Tut fue Akenatón, y que la madre es quien después se convirtió en la momia de «La Joven dama», KV35YL (un nombre muy poco maternal, todo hay que decirlo). Estas pruebas tiran además por tierra la tesis de que dichos restos perteneciesen a Nefertiti, ya que los análisis han demostrado que se trataba de una hermana del propio Akenatón. Queda así demostrado que Tut nació fruto de una relación incestuosa, aunque la identidad de su madre sigue siendo una incógnita.
Polémica sobre la paternidad
Pero este árbol genealógico no acaba de convencer a todos los historiadores. Francisco Martín Valentín, director del Instituto de Estudios del Antiguo Egipto, tiene sus dudas acerca de la paternidad de Akenatón. «Mis reparos nacen realmente de que no existe una certeza absoluta de que los restos atribuidos a este faraón fueran realmente suyos», asegura el investigador.
Los supuestos restos de Akenatón fueron hallados en 1907 por Edward R. Ayrton en una extraña tumba bautizada como KV55. Se trata de uno de los sepulcros más enigmáticos jamás encontrados. Sin inscripciones ni grabados, de una austeridad insólita. Y para añadir más misterio, en su interior apareció un sarcófago sin máscara funeraria y del que se habían borrado las inscripciones referentes a la identidad de su propietario. Más que una tumba, parecía un escondite en el que se hubiera querido ocultar los restos de una persona non grata.
Este suceso es uno de los indicios que han hecho pensar a los historiadores que el personaje allí enterrado era Akenatón, ya que se trata de un faraón considerado hereje, que rompió con la ordotoxia religiosa de su dinastía y que, por ello, cayó en desgracia.
Para Martín Valentín, la identificación de los restos de la tumba KV55 como pertenecientes a los de Akenatón está muy lejos aún de ser probada. De hecho, él sostiene su propia teoría sobre quiénes son (en su opinión) los padres de Tutankamón: Amenofis III (que en el árbol genealógico de Hawass sería su abuelo) y una hija de este, Satamón. Con lo que, en ambas hipótesis, el origen incestuoso de Tut se mantiene. «El incesto era una práctica habitual en la familia real egipcia, un medio para conservar la pureza de la sangre», explica el egiptólogo español.
Pero el estudio genético recientemente presentado ha despertado otras sospechas. Así, el antropólogo Eudald Carbonell se sorprende de que estas pruebas se hayan realizado con ADN nuclear, y no mitocondrial, que es el que se hereda exclusivamente de la madre, como sería más lógico.
Por su parte, Carles Lalueza Fox, profesor de Biología y Genética de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, está convencido de que los análisis mitocondriales sí existen, pese a lo que diga Hawass. «Estoy seguro de que las pruebas se han realizado», afirma el científico español, «pero imagino que se guardan los resultados para anunciarlos en una segunda entrega de esta historia». De verificarse esta sospecha, significaría que los expertos egipcios puede que ya conozcan el nombre de la madre de Tutankamón.
En lo que sí existe más unanimidad entre los especialistas es a la hora de aceptar los resultados médicos que se deducen de los estudios genéticos realizados a la momia de Tutankamón.
Tut no tenía pechos de mujer
Las representaciones del faraón acostumbraban a recrearle con una imagen feminoide y con una cabeza desproporcionada, lo que motivó que algunos historiadores especulasen con la posibilidad de que hubiera sufrido de ginecomastia (un desarrollo excesivo de las glándulas mamarias) y de síndrome de Marfan, enfermedad que provoca una exagerada deformidad craneal.
La investigación de Hawass desmiente estos mitos, ya que: «Las supuestas mamas del joven rey no han podido ser probadas porque su momia carece de parte frontal. Su pene sí está suficientemente desarrollado, y los huesos de la pelvis, pese a estar fragmentados, no muestran características femeninas», explicó el investigador. Por tanto, las representaciones artísticas que mostraban a Tut con una imagen feminoide podrían deberse a cuestiones religiosas. «No es el único monarca que aparece representado de una manera similar. Es una imagen idealizada, en la que la presencia de rasgos de ambos sexos en una persona acentúa su divinidad», apunta Zahi Hawass.
Tutankamón no tenía pechos femeninos. De acuerdo. Ni tampoco síndrome de Marfan. Pero, pese a ello, su salud y su estado físico eran realmente lamentables. Lo más llamativo fue que las pruebas realizadas a los restos del faraón evidenciaron la presencia de tres genes vinculados al Plasmodium falciparum, parásito responsable de la malaria. ¿Pudo ser esa enfermedad la que le provocó la muerte?
«Eso es algo realmente imposible de saber», asegura Francisco Martín Valentín. «Ni el propio Hawass se atreve a afirmarlo de forma rotunda en su estudio. Solamente tenemos la seguridad de que sufrió esa enfermedad, pero en el fallecimiento pudieron influir muchos factores.»
Más radical aún se muestra Giuseppe Novelli, jefe del Laboratorio de Genética Médica de la Universidad Tor Vergata (Roma), quien ha publicado un artículo en Nature puntualizando algunos de los resultados de la investigación de Zahi Hawass. «Encontrar pruebas de la existencia del parásito de la malaria no resulta tan sorprendente, ya que debía de ser bastante común en Egipto. Además, en las regiones palúdicas, las personas que sobreviven en su infancia suelen desarrollar una especie de inmunidad parcial contra la malaria que las protege de la enfermedad en las etapas adultas de su vida», afirma el experto, quien considera muy aventurado considerar definitivamente esta enfermedad como causa última de la muerte del faraón.
Una herida misteriosa
Para el antropólogo y arqueólogo Eudald Carbonell, el hecho de si murió o no de malaria es secundario. «Esta es una investigación pionera que cambia la manera de estudiar la historia antigua», explica. «Aunque es probable que nunca tengamos la certeza absoluta de qué o quién mató al faraón. La falta de órganos internos en las momias provoca que un diagnóstico definitivo sea algo casi imposible, pero ahora sabemos cosas que ni habíamos sospechado. Aunque muchos interrogantes todavía persistan.»
Incógnitas como las referidas a la grave herida que sufrió en la rodilla izquierda. El estudio dirigido por Hawass y su equipo ha encontrado evidencias de la existencia de una necrosis ósea vascular provocada por la falta de riego sanguíneo. La herida pudo producirse por múltiples razones, desde un ataque con una espada o un instrumento cortante hasta una aparatosa caída del carro mientras cazaba. Pero el investigador egipcio cree que la malaria que padecía el faraón agravó aún más la infección de la herida y le provocó la muerte. Mientras que otros expertos, como Martín Valentín, opinan que la colaboración de dicha enfermedad no era necesaria para acabar con el joven rey. «La infección de una herida de esa magnitud hoy se cura con antibióticos, pero en los tiempos de Tut podía ser letal».
Por tanto, la ciencia (por medio de una de sus disciplinas, la genética) acaba de arrojar algo de luz sobre las tinieblas que rodean al faraón, pero no ha acabado de disiparlas. El misterio de Tutankamón aún nos desafía desde su tumba, y la fascinación por el Antiguo Egipto permanece intacta.
Vicente Fernández López