Hace más de dos millones de años, los rayos del sol de poniente iluminaban las escasas acacias de la sabana africana y proyectaban su sombra sobre las abundantes gramíneas que recubrían el inmenso espacio continental. Las espinas de estas imponentes estructuras leñosas rezumaban el agua de la rosada.
El rugido de félidos estremecía a las especies de ungulados. El ulular de las hienas y el estruendo de los rumiantes en sus demostraciones de velocidad resonaba por los alrededores, el polvo se alzaba en el horizonte y tamizaba la luz del sol, un amanecer cualquiera del amanecer de nuestra humanidad, del origen de nuestro género, el género Homo.
Un grupo familiar de Homo habilis se desplaza lentamente, buscan la fuente perdida, la fuente de agua dulce, siempre llena de vida, en lo que hoy es la conocida garganta de Olduvai en Tanzania. Además de estos homínidos, otras especies buscaban lo mismo. Se trataba del Zinjanthropus boisei: la necesidad de encontrar agua fresca y potable les impulsaba a recorrer el territorio.
El día anterior había llovido tímidamente, la mayor parte del agua se había evaporado debido al calor estival; sin embargo, habían quedado las huellas de la banda secuenciadas en el interior de las cenizas caídas procedentes de los volcanes en los bordes fangosos del lago de aguas salinas, en las que solo sobreviven las aves avezadas y acostumbradas a este tipo de ambiente.
Los gritos de la madre se dejan sentir en el espacio infinito; el macho alfa reacciona tarde
Los antepasados de la banda algún día vieron salir humo de los volcanes apagados, y hasta llegaron a pisar la ceniza caliente depositada en el suelo, que aplastaban mientras se desplazaban por el territorio para establecerse en sus campamentos. Grandes extensiones sin agua dulce, grandes espacios sin presencia homínida.
El silencio se rompe súbitamente; el golpeo sistemático para producir cuchillos por parte de los representantes del género Homo perturba el silencio; una y otra vez las lascas producidas por la percusión se oían en la lejanía.
Todos en aquel territorio sabían que había congéneres dispuestos a comerse una presa: un sivaterio, una jirafa prehistórica africana que había muerto al acercarse a un arroyo de agua fresca procedente de una fuente y ya estaba mortalmente herida, atacada por los félidos.
Muy cerca, pero en un lugar inexacto en medio de la nada, existía el palmeral, un oasis en plena pradera árida. Todos sabían que no había otro lugar para saciar la sed. Allí se concentraría toda la banda; los abuelos se lo habían dicho porque lo conocían, pero sabían que solo se podía ir de día, porque de noche los depredadores llegarían para atraparlos como si se tratara de las presas.
Los Homo habilis eran conscientes del peligro y de que era difícil defenderse, pero sabían que la cooperación era imprescindible para la supervivencia. Por eso, estos homínidos protohumanos compartían la carne de los grandes mamíferos muertos de manera natural o por heridas producidas por los depredadores.
No podía ser peor de lo que había pasado por la cabeza de la banda: en un descuido, una cría es capturada por un depredador, se la lleva a rastras, la levanta y la sube a un árbol próximo para devorarla. Los gritos de la madre se dejan sentir en el espacio infinito; el macho alfa reacciona tarde, su hijo está mortalmente herido, su sangre cae de las ramas superiores del árbol, el macho le lanza una rama en señal de ataque, pero ahora ya no se puede hacer nada.
La selección natural es terrible. Un individuo indefenso ha sido víctima de la evolución; terrible pero real, ha ocurrido, la hembra se lamenta y el macho no alcanza a saber por qué ha pasado. Un descuido no se puede permitir en un medio con tanta energía. La fiera huye y el cuerpo devorado cae a plomo del árbol.
La madre lo recoge, llora sobre su cabeza destrozada y solloza después de llorar. El macho no acaba de admitir lo que ocurre; la noche se cierra, la hembra coge el cuerpo de la cría, lo restriega con su propio cuerpo, lo huele y lo deja en el suelo. La banda emprende la huida para recogerse y dormir; el palmeral es una trampa si no estas atento a tu entorno.
Esta es una escena real de nuestros antepasados de hace más de dos millones de años, en África; de estos podemos aprender a ser cautos y estar atentos al entorno, porque la seguridad depende mucho de la vigilancia y del estado de competencia de los miembros de la banda.
Redacción QUO