Ahora mismo, cualquier centímetro de tu piel –o de esta página– está siendo atravesado por 100.000 millones de partículas, son los neutrinos. Por segundo.

Vienen del Sol, de otras galaxias, de mundos inimaginados, y se dirigen a ellos. Han atravesado otros cuerpos celestes igual que te traspasarán a ti y a la Tierra, dejándonos indiferentes a casi todos.

Casi. Porque un puñado de humanos ha convertido esa fantasmagórica horda en el sentido de su vida. Son los cazadores de neutrinos. Aunque su calificación oficial es la de físicos experimentales. Los vemos de frac, cuando, como este año, alguno acude a recoger su premio Nobel. Así llegaron el pasado 10 de diciembre Taakaki Kajita y Arthur B. McDonald a la ceremonia sueca. Pero la verdadera fascinación reside en la aventura que les lleva a horadar montañas, a aislarse en el Polo Sur y a agazaparse junto a una central nuclear. ¿Por qué? Porque los neutrinos se las traen.

NEXT introduce gas a presión en acero dentro de cobre y de plomo

Para empezar, estas partículas elementales están por todas partes, pero tienen tan poquita masa (nadie sabe aún cuánta) que apenas son. A diferencia de los protones y electrones que forman los átomos. Y cuando pasan junto a otras partículas, pasan literalmente. Es decir, no interactúan con la materia y no nos enteramos de que están ahí. Así llevaban desde el origen del Universo hasta que en 1930 el alemán Wolfgang Pauli decidió intuirlos. Al pobre físico le traía loco que, cuando el núcleo de un átomo determinado se desintegraba, uno de los electrones resultantes “perdía” energía. Pero según nos enseñaron en el colegio, la energía nunca se pierde, solo se transforma. Sin intención de renunciar a esa verdad, Pauli propuso “como una solución desesperada” la existencia de una partícula que se llevaba esa energía a otra parte. Neutrón lo llamó él. “Al buen hombre le da tanto miedo contar esto en un congreso que manda a un colaborador con una carta que lo explica, diciendo que él no va porque asistirá a un baile. Nada menos.” Me lo cuenta, socarrón, Juan José Gómez-Cadenas, el buscador de neutrinos español que dirige el experimento NEXT en el laboratorio subterráneo de Canfranc, bajo el Pirineo de Huesca. Como Pauli era un científico respetable, sus colegas comenzaron a teorizar al respecto y, poco a poco, la idea empezó a no parecer descabellada.

Duelo al sol
El italiano Enrico Fermi llegó a formularlo matemáticamente y le cambió el nombre a “pequeño neutrón”, neutrino en italiano. “Y con ese nombre tan ridículo se quedó, el pobre”, apostilla Gómez-Cadenas. Veinte años más tarde, los teóricos habían confirmado que tenían que existir, debían producirse en las reacciones nucleares y, por tanto, llegarnos desde las que tienen lugar en el interior del Sol. Solo faltaba encontrarlos. ¿Cómo? Pues buscándolos en la fuente más cercana: una explosión nuclear.

Frederick Reines y Clyde Cowan acordaron enterrarse con un detector junto a las pruebas de la bomba atómica que realizaban los americanos hacia 1950. Por suerte, alguien se lo prohibió y lo llevaron junto al reactor nuclear de Savannah River, más tranquilito. En 1957, observaron la reacción que algunos neutrinos producían en las moléculas de un tanque de líquido capaz de centellear. Allí estaban. En 1995, Raines recibió en Suecia su galardón, que llegó tarde para Cowan.

El neutrino pudo originar este universo de materia

A esas alturas estaba claro que, si los neutrinos solo reaccionan con la materia muy de vez en cuando, para pillarlos se necesitaban muchos neutrinos y mucha materia. Y nada de ruido. Porque no se los ve, se detectan por las reacciones que producen y hay que descartar que estas no las hayan causado otros sucesos mucho más aficionados a manifestarse. Una línea de investigación fundamental la abrieronRaymond Davis Jr. y John Bahcall al decidir atrapar los que venían del Sol.
Construyeron en la mina de Homestake, a salvo de la radiación cósmica y la natural, un depósito del tamaño de una piscina olímpica y lleno de lejía.

El detector de Kamiokande (Japón) se creó para estudiar otro fenómeno. Los neutrinos resultaron ser el ruido que no permitía realizarlo

 

Davis sabía que si a un neutrino le daba por interactuar con un átomo del cloro de la lejía, lo convertiría en uno de argón, que se quedaría ahí, flotando. “Solo” había que separarlo y esperar unos días a que se desintegrara y manifestara la señal del neutrino. Lo consiguió. En 2002 recogió su Nobel y abrió la puerta a las investigaciones que han merecido el de 2015. Ya que encontró neutrinos, pero ni de broma todos los que esperaba.

La diferencia de cifras se convirtió en un misterio que aclaró otra curiosa propiedad de estas partículas (ya dije que se las traían): se disfrazan. Aunque los científicos lo llaman oscilar y hablan de que tienen diferentes “sabores”. Esto quiere decir que un mismo neutrino va cambiando a lo largo de su trayectoria entre tres tipos diferentes con tres apellidos distintos: electrón, muón y tau. En el fondo, puede pasarnos a todos: el yo del trabajo, el yo con la familia, el yo de juerga. La esencia es la misma, pero ciertas características cambian. Y en el experimento del que hablamos solo interaccionaban en modo electrón; por eso no veían los otros.

Esa variación “depende de la distancia y la energía del neutrino: aquí son de un tipo, a una cierta distancia de otro, y más allá de otro”, especifica Inés Gil, directora del grupo de neutrinos del CIEMAT, que trabaja en el campo de las oscilaciones. Quienes consiguen demostrar esto de forma complementaria son Takaaki Kajita y Arthur McDonald, en Japón y Canadá respectivamente, con sus experimentos en los detectores Super-Kamiokande y SNO.

Por qué son carne de Nobel
Pero ¿qué tienen estos “ángeles transexuales”, como los llamó el astrofísico Michel Cassé, para que la ciencia honre su estudio de tal manera? Además de su atractivo por esquivos, podrían ser la causa de que el Universo sea como es, formado por materia. La que ha conformado desde la primera nebulosa hasta la Barbie amazona.
Para entenderlo hay que saber que “las partículas tienen asociadas antipartículas, que solo se diferencian de ellas en la carga eléctrica. El electrón,de carga negativa, y el positrón, de carga positiva, tienen la misma masa y las mismas propiedades”, explica Gil. Pero dijimos que el neutrino no tiene carga. Sin embargo “existen antineutrinos, los hemos medido, y ahora queda por ver si son la antipartícula del neutrino o no”, añade.

IceCube, el primer detector de este tipo, está diseñado para observar el cosmos desde las profundidades del hielo del Polo Sur

Si lo fueran, cabría la posibilidad de que “en el Universo primitivo hubiera existido un neutrino primario más pesado que los actuales, que se podría haber desintegrado a materia, dando electrones, y a antimateria, dando positrones”, nos cuenta Gómez Cadenas. Y quizá, continúa, “habría tendido un poquito más hacia la materia. Ese exceso habría producido el Universo este que vemos ahora”. Por tanto, el tema tiene una gran trascendencia.

Para saber si el neutrino es su propia antipartícula se ha puesto en marcha, entre otros, el experimento NEXT, una colaboración internacional dirigida por Gómez-Cadenas, que recibió para ello una beca Advanced de la UE. En el Laboratorio Subterráneo de Canfranc encerrarán una caja de cobre dentro de un sarcófago de plomo con 30 cm de espesor. Esa coraza solo dejará pasar unos niveles mínimos de ruido radiactivo, “en los que ya puedo empezar a manejarme”. En su interior, 10 kg de gas xenón, “que tuvo su gracia conseguir”, comenta.

El tipo de gas xenón necesario debía enriquecerse en una centrifugadora rusa de las que se usaban para el uranio de bombas y centrales nucleares. “El gerente empezó solicitando el pago por adelantado, para contratar personal. Esto no coincidía con los usos del Estado español y realizamos varios viajes hasta dar con la fórmula”. Así entra un físico en una auténtica trama de película con arduas negociaciones para conseguir su materia prima.

El siguiente reto, tapizar la cámara del xenón con unos sensores que no emitan radiación capaces de fotografiar una reacción rarísima en ese gas: la desintegración de un átomo que produce dos electrones (y no uno, como en otros elementos) sin perder energía. Eso querría decir que no ha producido neutrinos, una reacción imposible en la naturaleza “a menos que el neutrino sea a la vez su propia antipartícula”.

Si en algún momento viera esa reacción prohibida, este español podría empezar a esperar una llamada de Estocolmo. Probablemente compartida. “Somos varios grupos buscando esto, y trabajamos más en colaboración que en competencia”, asegura. Y con plazos muy largos. Hace siete años que lanzaron este experimento, cuyos pilotos empezarán ahora hasta 2018. Su misión principal es probar la tecnología, aunque bien podría “sonar la flauta”. Si no es así, los 10 kg de xenón se convertirán en cien, y se espera que en 2020 alguien haya gritado “eureka”.
Mientras tanto, entre retos de ingeniería, trámites burocráticos y desarrollo de tecnologías que después podrán utilizarse en campos como la salud, este hombre brillante y enérgico se considera “un privilegiado por poder dedicarme a hacer preguntas profundas a la naturaleza, y diseñar experimentos por su propia belleza”.

Centrales y polos
La misma pasión por su trabajo destila Inés Gil, directora del grupo de neutrinos del CIEMAT, quien afina datos sobre la oscilación de los neutrinos observando los que emite la central nuclear francesa de Chooz, cerca de la frontera con Bélgica. Sus dos laboratorios están bajo tierra a 400 m y 1 km del reactor, y “nada nos hizo tan felices como que los apagaran siete días”, confiesa. Durante esa semana pudieron caracterizar con precisión el ruido de la zona, ya que eso sería cualquier señal que les llegara entonces. Pero además, están preparando unos prototipos que instalará el CERN a partir de 2018 como ensayo para otro gran proyecto, aún en fase de diseño, con el que también colaboran. DUNE, previsto para 2025, lanzará un haz de neutrinos para que recorra 1.300 km por el subsuelo americano.

La idea es comprobar sus propiedades. Pero también hay quien se dedica a pescar los que llegan de cuerpos celestes. Como el experimento IceCube, en el que Carlos Pobes pasó una larga noche invernal de ocho meses. El detector es el casquete polar de la Antártida, de 4 km de espesor. “Si un neutrino choca allí, produce otras partículas que, al viajar por ese hielo tan puro, emiten destellos de luz”, afirma. Hileras de sensores sumergidos captan esos destellos desatados por neutrinos procedentes del espacio. Su sensibilidad les permite “ver” un único fotón. Mientras Carlos estaba allí, a -70ºC, se detectó uno de ellos, bautizado como Epi, en honor del de Barrio Sésamo. Pero solo se supo cuando interpretaron los datos en EEUU. Normal; cazar neutrinos es una carrera de fondo.