De entrada, torta de bellotas a las finas hierbas tostada sobre los rescoldos de la parrilla. De plato principal, gachas de harina ecológica con crujientes tropezones de perro y cerdo. Y de postre, fruta madurada al sol con miel de colmenas de la tierra. Todo regado con cerveza elaborada artesanalmente de profundo e intenso sabor en boca. No, no es la carta del último restaurante “pijichic”, sino un más que probable menú diario “carpetano”… ¿Carpetano? ¿Pero quiénes eran los carpetanos? Moraban en los escarpes –declives del terreno– del Tajo entre el s. III y el s. I a. C., y eran, a la sazón, los primeros madrileños. Diferían poco de nosotros en cuanto a utillaje y sistemas de producción de la industria agroalimentaria y ganadera de bien entrado el siglo XIX. Únicamente, algunas herramientas y procesos más rudimentarios delataban su pertenencia a la segunda Edad del Hierro.
No es difícil imaginar cómo se desarrollaba un día ordinario en la vida de este pueblo. Las excavaciones que se están llevando a cabo en El Llano de la Horca, Santorcaz, Madrid, nos permiten deducir que la familia se levantaba temprano para aprovechar la luz solar. Tras desperezarse, la higiene personal… si tocaba. No tenían ríos cercanos, pero sí manantiales y, en caso de extrema necesidad, su propio orín para lavarse. Se trataba esta de una costumbre más higiénica de lo que parece: la urea tiene función dermoprotectora.
Si era día de celebración, se desempolvaban las mejores galas y abalorios, y la mujer ordenaba sobre la mesa la vajilla de lujo. Consistía en recipientes de pastas claras, ricamente decorados y difíciles de elaborar si no era por manos expertas, ya que el ceramista conseguía su delicado color abriendo o cerrando la puerta del horno en el que se cocían. Permitía, así, la entrada de oxígeno y, en consecuencia, su color anaranjado. Diferente era la fabricación de los utensilios de diario. Su aspecto negruzco delataba que habían sido sometidos a un proceso de reducción de oxígeno.
Cuando no había festejos, el hombre se iba a cazar, a guerrear o a cuidar el ganado. La mujer, a lavar, fregar, cocinar, cuidar de la prole, arar el campo y, en fin, tener el hogar hecho un primor. Además, lo decoraban con objetos de gran belleza plástica que nada tenían que envidiar a las grandes producciones numantinas.
Que era un pueblo medianamente rico lo evidencia que habían dejado atrás una economía de subsistencia para pasar a otra de intercambio. Utilizaban monedas de plata y bronce cuyo valor era el del metal con el que estaban hechas. Si había que proceder a una devaluación, se partían las piezas por la mitad, se ajustaban los precios y listo. Comerciaban con sus vecinos, pero a veces las relaciones de amistad, como siempre, pasaban por momentos de confrontación. “Se peleaban por el territorio, por el acceso a las mejores tierras, al agua, a la caza y a las mujeres”, explica Enrique Baquedano, codirector, junto con Gabriela Märtens, Gonzalo Ruiz-Zapatero y Miguel Contreras, de la excavación y la exposición Los últimos carpetanos. El oppidum de El Llano de la Horca, en el Museo Arqueológico Regional de Madrid en Alcalá de Henares. “Más tarde, también la religión enfrentó entre sí a los pueblos”, matiza.
LOS MUERTOS NO HABLAN
A los arqueólogos les gustaría haber encontrado ya la necrópolis de este poblado, un filón que puede desvelar muchas incógnitas. Llevan once años buscándola sin que hasta el momento tengan pistas de su ubicación. Sí se conoce que no enterraban a sus muertos, sino que los incineraban en un altarcito llamado ustrinum. Tras la cremación, recogían los huesos, los lavaban concienzudamente, los metían en una urna funeraria y los enterraban junto con un ajuar. Pero había excepciones… cuando los muertos eran guerreros. “Entonces”, añade Baquedano, quien también dirige el Museo Arqueológico de Madrid, “colocaban los cadáveres en círculos y los exponían a los buitres, al igual que se hace en la actualidad en algunos países como la India”. ¿Desalmados? No, una cuestión de gestión de residuos. Los buitres tienen una gran capacidad para descarnar cadáveres en pocos minutos. Si, de paso, la creencia popular asegura que trasladan los restos de nuestros héroes al cielo, junto a los dioses, mejor que mejor. En el caso de los niños, el ritual también era diferente. Si eran recién nacidos, se enterraban bajo el suelo de la vivienda, debido a que no habían cumplido con los ritos de pertenencia al grupo.
TODO TIENE SU FIN
Sobrevivieron a los romanos y a su caída, y lograron llegar casi incólumes a la Edad Media. En realidad, su declive empezó con la guerra de Sertorio en el año 70 a. C. Era este un brillante militar romano que plantó cara al cruel dictador Sila. El militar enseguida se ganó el aprecio de los hispanos gracias a una serie de reformas sociales que mejoraron sus vidas; pronto se declaró defensor de los oprimidos y líder del partido popular (¡qué cosas!). Era el principio del fin del Imperio. Pero no de los carpetanos, porque Sertorio, fiel a sus orígenes romanos, evitó la tentación de protagonizar un genocidio. Con gran inteligencia, favoreció la convivencia con los carpetanos y mestizó poblaciones y culturas. Ya bajo dominación romana, este pueblo de la meseta conquistó ciudades como Complutum Republicana –en los actuales terrenos del Cerro de San Juan del Viso– y Complutum Imperial, hoy Alcalá de Henares, Madrid. A 14 km de esta localidad es donde se instaló el yacimiento carpetano más importante que se conoce hasta ahora. “Buscando en la bibliografía, localizamos un expediente sobre un pueblecito que se llama Santorcaz, muy cerca de Alcalá y del Museo Arqueológico Regional”, aclara Enrique Baquedano. “Era un enclave ideal”, añade. “Nos facilitaba los desplazamientos y el trabajo, y además era visitable. Está bien comunicado por la carretera de Barcelona y Valencia, y muy cerca de Santorcaz.”
“Empezamos las excavaciones porque sabíamos que en esta zona había un poblado”, continúa Gabriela Märtens, codirectora de la exposición Los últimos carpetanos, abierta hasta el 25 de noviembre en el Museo Arqueológico Regional de Madrid, en Alcalá de Henares. “Lo conocíamos nosotros y también los saqueadores furtivos que empezaron a expoliar la zona a partir de la década de 1980. En 2001 se abrió el yacimiento sobre unos terrenos de cultivo privados que desde 2002 pertenecen a la Comunidad de Madrid. Llevamos ya 12 años trabajando. Hemos encontrado un gran yacimiento”, declara Märtens. Tan es así que solo uno de los doce meses que tiene el año se dedica a excavaciones. “La cantidad de material extraído es tan ingente que necesitamos el resto del tiempo para analizarlo y catalogarlo”.
LA APISONADORA ROMANA
Por donde pasa, arrasa. O al menos, los romanos dejaban su huella. Esta es una de las grandes dificultades que encuentran los arqueólogos a la hora de investigar culturas anteriores al Imperio. Cada vez que intentan extraer un resto carpetano, celta, íbero… se topan con un asentamiento romano que ha sepultado cualquier posibilidad de rescatar piezas anteriores a ellos. La importancia del yacimiento de Santorcaz radica en su virginidad. Allí no se asentaron los romanos, no construyeron sus casas, ni levantaron sus templos. Los restos carpetanos están casi “a flor de piel”. Ocho hectáreas sin contaminar que nos permiten conocer muchos secretos de estos primeros madrileños, un pueblo que ha dado nombre a una calle de Madrid en la que no queda nada de ellos… ¿O sí?
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