En marzo de 2011, la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO, señaló que, en promedio, un tercio de toda la comida producida se tira a la basura. Esto fue lo que inspiró al fotógrafo austríaco Klaus Pilcher a seguir durante casi un año el rastro de comidas en diferentes estados de putrefacción y a analizar la huella de carbono que se paga por ello. Un ejemplo es la leche. Solo en el Reino Unido se tiran 360.000 toneladas al fregadero. La huella de carbono que genera este desperdicio (que incluye tanto el transporte como la producción) equivale a la producida por 20.000 coches.
La división económica entre norte y sur ha hecho que sea más barato el transporte de los alimentos que la producción local. Esto es lo que sucede en El Ejido (Almería), una población que alimenta a casi toda Europa durante el invierno y se ha convertido en un mar de plástico (con el equivalente a 50.000 campos de fútbol transformados en invernaderos) y en un puerto para la inmigración de colectivos con pocos recursos. Un informe del Parlamento Europeo señala que en España un 20% de la comida se desperdicia al confundir fecha de caducidad con la de consumo preferente. Este último solo señala cuándo los alimentos pierden propiedades como aroma o color, pero siguen siendo aptos para el consumo.
Una posible solución es la Federación Española de Bancos de Alimentos, que recupera los excedentes y los redistribuye entre los más necesitados.
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