Un segundo puede resultar eterno. Pero imagina una millonésima de segundo (10-6).
¿Y 10-36 segundos? Sí, resulta complicado. Pero, según los astrofísicos (ellos están acostumbrados), es una cifra importante. Porque justo esa fracción de tiempo es lo que tardó el universo en lanzarse a una frenética expansión de materia y energía. Lo que se dice nacer acelerado. El propio parto surgió de la nada, una aparente paradoja para la que otra parte de la física, la mecánica cuántica, tiene una explicación: en realidad, la nada nunca es nada, está repleta de partículas virtuales, minúsculas y efímeras, en permanente y veloz surgir y desaparecer. Hace 13.800 millones de años, una porción de esa nada experimentó una fluctuación que comenzó a fijar sus partículas y provocó una explosión de magnitud inimaginable para nosotros: el Big Bang. Hasta que los consabidos 10-36 segundos después empezó a acelerarse desmesuradamente como consecuencia de un proceso energético de enorme intensidad.
Esta es la teoría más aceptada actualmente. A lo largo de este último siglo ha ido perfilándose en un continuo tira y afloja entre teóricos de la cosmología y observadores pertrechados con telescopios, satélites y métodos de cálculo cada vez más potentes y sofisticados. Laboratorios de todo el mundo intentan corroborar los espinosos aspectos de la propuesta. A uno de los aspectos más complejos, ese brotar de partículas desde la nada, por ejemplo, se acercó un equipo de la Universidad de Tecnología Chalmers de Gotemburgo (Suecia). Hicieron pasar un campo magnético por un aparato especial, en teoría vacío, y provocaron una ducha de partículas, pares de fotones cuya existencia confirmaron midiendo la radiación de microondas.
La última aportación de pruebas experimentales sobre esa aceleración inicial nos ha llegado recientemente desde el Polo Sur, pero para comprender su relevancia necesitamos avanzar algo más en el proceso de crecimiento de nuestro universo. Concretamente, 380.000 años.
Microondas espaciales
En ese momento, la altísima temperatura a la que se estaba cocinando todo lo que existía descendió por el efecto de la expansión hasta alcanzar “solo” 3.000ºK (2.726ºC), al igual que lo hizo la densidad. La luz pudo brillar por fin, por todas partes, como una manta de radiación extendida. Aún hoy sigue brillando, pero la bajada de temperatura hasta unos 3ºK (-270ºC) la debilitó hasta dejarla en un generador de microondas. Esa radiación fue descubierta en 1964 y se la bautizó como Fondo Cósmico de Microondas. Hoy se considera la prueba más sólida de la existencia del Big Bang, e incluso puede que la hayas visto. Un 1% de la “nieve” de los televisores (antes de la llegada de la TDT) era nada menos que el débil resplandor de aquella explosión primigenia. Para los científicos se ha convertido en un valioso objeto de escrutinio. “A partir de sus estudio se ha estimado la proporción de materia oscura, energía oscura y contenido bariónico (lo que entendemos por materia normal)”, destaca Ricardo Génova, investigador del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC).
Y ahora también ha servido para respaldar la teoría de la inflación. En una publicación que ha sacudido a la comunidad científica, el telescopio de la Antártida BICEP2 ha comprobado que la polarización de la radiación en el Fondo Cósmico de Microondas únicamente puede deberse a ese tremendo impulso inicial. Concretamente, a las ondas gravitacionales que desencadenó. Hasta ahora eran solo un fenómeno teórico dentro del modelo cosmológico.
El primero en predecirlas, Albert Einstein, las incluyó en su formulación de la gravedad como perturbaciones en el espacio tiempo, derivadas de sucesos muy energéticos. Esta primera evidencia de su existencia (véase el recuadro) ha sido considerada por muchas voces de peso en el mundo de la física como digna de un Nobel.
Consecuencias y precaución
Por el momento, Génova considera que el descubrimiento “descarta otras hipótesis sobre la evolución del universo. Por ejemplo, la del universo cíclico, cuyo principal defensor es Neil Turok”. Él propone que cada expansión se transforma en algún momento en un encogimiento de la misma magnitud, que arruga el universo hasta destruirlo en un Big Crunch (gran contracción), para que vuelva a surgir en un nuevo Big Bang. Sin embargo, este modelo descarta la existencia de ondas gravitacionales. Por lo que, de confirmarse la medición del BICEP2, acabaría de quedar descartado.
Porque, la ciencia es así, ahora hay que confirmar el descubrimiento. Uno de los proyectos ya en marcha para hacerlo es el llamado Quijote, dirigido por el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) y en el que participa Ricardo Génova. En realidad, habrían esperado descubrirlo ellos, pero, para compensar, su confianza en poder corroborar al BICEP2 es bastante elevada.
La intensidad de las ondas gravitacionales se mide por un valor llamado r, y el detectado por el telescopio polar era mayor de lo que auguraban las predicciones. Pero en Canarias tienen la capacidad de detectar huellas de ondas más débiles, por lo que, si existen, lo lógico es que las encuentren. “Nuestro programa de observación, que empezó en 2012, es de cinco años. Ahora sabemos que podremos medir esa señal”, augura Génova, al tiempo que menciona una posible objeción a esa certeza: que, al observar el cielo desde otro hemisferio, “se obtengan resultados diferentes para ese parámetro, según una teoría reciente”.
¿Y en el futuro?
El físico americano Edwin Hubble no solo nos lanzó el jarro de agua fría de asegurar que no éramos más que una galaxia entre miles de millones de ellas, sino que afirmó que esas galaxias se alejan unas de otras, y cada vez más deprisa a medida que se distancian. Se interpretó que esa deriva era consecuencia de la expansión del propio espacio, que a la vez va enfriándose progresivamente. Sin embargo, lo lógico sería que la gravedad las estuviese atrayendo entre sí. Para producir la separación observada, debería de haber una fuerza que contrarrestase, superándola, esa gravedad: la energía oscura.
Las teorías dicen que constituye el 70% de la energía existente, pero aún no sabemos a qué se debe. Es solo uno de los retos que tenemos por delante. Junto a él, aún hemos de contemplar la materia oscura y confirmar si nuestro universo es cerrado, curvo o quizá plano, y dar sentido a muchos de los cálculos que encajan en la pantalla, pero que no entendemos. Como consuelo, el Nobel de Física Richard Feynman ya advirtió de que: “La teoría de la electrodinámica cuántica describe la naturaleza como absurda desde el punto de vista del sentido común, y coincide perfectamente con los experimentos. Así que espero que ustedes puedan aceptar a la naturaleza como es: absurda”. Porque, a pesar de nuestros progresos, lo que no sabemos sigue superando en mucho a aquello que hemos conseguido comprender de un universo que se extiende a toda prisa.
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