El 18 de septiembre parecía que iba a despejarse la duda, pero ese viernes el Consejo de Ministros pospuso una vez más la decisión. ¿Dónde ubicar el Almacén Temporal Centralizado que albergará durante 100 años los residuos nucleares de alta y media intensidad? El municipio que lo acogerá está en el aire, y algunos piensan que el proyecto se abandonará definitivamente o se postergará hasta después de las elecciones generales de 2012, cuando el Ejecutivo que salga de las urnas pueda asumir el coste político de ubicar el ATC en una localidad en contra de la opinión pública.
Si el Gobierno nada en la indecisión, en la otra bancada del Parlamento se mueven como pez en el agua en la contradicción. Mientras el diputado del PP Javier Gómez defendía en un artículo en Estratos, la revista de Enresa, la empresa que gestiona los residuos nucleares, la opción de construir el ATC, el Gobierno valenciano, del mismo partido, se oponía a su ubicación en Zarra. Entre otros argumentos esgrimidos por su vicepresidente, Juan Cotino, por razones medioambientales. La localidad está situada en una zona boscosa y, argumentaba Cotino, es necesario analizar la ubicación de la planta “desde las principales vías de comunicación y los núcleos de población, con el fin de preservar la percepción visual del entorno”.
Detrás de las contradicciones y dudas a un lado y a otro del arco parlamentario está la mala imagen que la energía nucleary los residuos que genera siguen teniendo entre la opinión pública. El último Eurobarómetro refleja que España se encuentra entre el grupo de países que menos apoya la energía nuclear. Mientras el 44% de los europeos se manifiesta abiertamente a favor de esta opción, solo lo hace el 24% de los españoles.¿Por qué?En opinión de José Díaz, catedrático de Física Nuclear de la Universidad de Valencia, el rechazo es proporcional a la falta de información: cuanto más conocimiento se tiene de esta fuente de energía, mayor es el apoyo; y a la inversa. Cita el caso de los países más avanzados, como Suecia y Finlandia, donde el “sí” supera el 60%. En cambio, un informe de 2009 de la Fundación Encuentro apunta otras razones: “Desconocer la historia de la energía nuclear, su relación con la bomba atómica, el carácter invisible de la radiación, el miedo a la proliferación nuclear, el temor a lo incontrolable, etc., son argumentos poco técnicos, pero sin los cuales no hay forma de explicar el rechazo de amplios sectores de la población”.
Rechazo social
De puertas adentro, ese rechazo se ha manifestado en docenas de declaraciones de parlamentos autonómicos en contra de la ubicación del ATC en su territorio desde que el 29 de diciembre de 2009 se abrió el plazo para que los municipios interesados presentaran sus candidaturas. La fecha se fue posponiendo desde 2006, pero la decisión no puede alargarse sine die; entre otras cosas, por razones económicas.
A partir del 1 de enero, España tendrá que pagar 60.000 euros al día a Francia en concepto de depósito por tener en su suelo los residuos de alta intensidad de Vandellós I, desmantelada tras un grave accidente en 1988. Los desechos tenían que haber regresado ya, pero el retraso en la construcción del ATC o de una fórmula alternativa ha obligado a prolongar su almacenamiento en la planta de La Hague, una mezcla de cementerio nuclear y de factoría de reciclaje de combustible. Este se traslada a la planta en transportes a prueba de fuego y de choques, y se deposita durante tres años en grandes piscinas con agua desmineralizada a cuatro metros de profundidad. Transcurrido este tiempo, se extraen de cada una de las bobinas pértigas de 3,5 centímetros que contienen los distintos componentes del material nuclear, y se disuelven en ácido para separar uranio, plutonio y productos de fisión.
El uranio y el plutonio empiezan de nuevo el ciclo, utilizándose como combustible, mientras los desechos se fusionan para convertirlos en vidrio. Hablando con propiedad, es la basura nuclear. Al borde de los acantilados de la costa de Normandíase conservan 84 contenedores de residuos para los que España debe encontrar una ubicación antes de 2015, fecha tope estipulada en el contrato entre Enresa y Areva, la empresa que gestiona la planta francesa. En La Hague se almacenan residuos, pero el verdadero negocio del coloso galo está en la construcción de nuevos reactores y en el reciclado de residuos. Su objetivo con respecto a España es que nuestro país se replantee la construcción de un ATC y opte por enviar el combustible utilizado a Francia.
Areva “vende” esta opción como la alternativa verde. “Tiene la ventaja de que preserva los recursos naturales de uranio, muy escasos, y el coste del combustible resultante es equivalente aldel uranio natural”, apunta un portavoz de la compañía.
Más que verde, a Carlos Bravo el procedimiento que se sigue con los residuos le parece de color negro: “Utilizar la palabra reciclado es una perversión, porque las técnicas que se usan bañando los componentes en soluciones ácidas para separar cada uno de ellos producen 160 veces más residuos que los que han entrado en el proceso”.
El precio de reprocesar
A las razones medioambientales que aducen los ecologistas en contra del proceso se suma la meramente económica de las compañías eléctricas propietarias de las centrales españolas: han calculado que el coste de reprocesar una tonelada de residuos es un 60% más caro que el uranio enriquecido que se adquiere en el mercado, lo cual supondría un gasto adicional de 6.000 millones de euros al año.
Por este motivo, nuestro país optó por construir un ATC, a la espera de que los avances tecnológicos permitan su uso en el futuro, como apunta Carlos Díaz: “Muchos de los residuos radiactivos serán útiles en diez, veinte o treinta años o bien como fuente de energía de fisión, como en el caso del plutonio, o bien en aplicaciones tecnológicas, como es el caso del americio”. Mientras estos llegan, hay que buscar una ubicación para los residuos que generan las centrales.
¿Qué opciones hay? Propuestas ha habido para todos los gustos; algunas radicales. Bernard Cohen planteó en 1990 arrojarlos al fondo del mar, y James Lovelock sugirió en el año 2000 abandonarlos en la selva del Amazonas y otros entornos naturales, alegando que así se conseguiría proteger estos espacios de la invasión humana.
Cohen sostenía la base científica de su idea: los residuos vitrificados, alojados en contenedores de acero inoxidable, podrían aguantar miles de años en el fondo marino sin sufrir la corrosión, y en caso de que esta se produjera, el vidrio que contiene no se disolvería en el mar. Según sus cálculos, todos los residuos radiactivos cabrían en el equivalente a 100 campos de fútbol. Visiblemente satisfecho con su teoría, Cohen argumentaba: “No se me ocurre ninguna razón para no resolver el problema de los desechos de esta manera sencilla, económica y segura”.
A Carlos Bravo, la idea le parece una “ocurrencia” sin ninguna base científica: “De hecho, un comité internacional de expertos concluyó que los contenedores no resistían la acción corrosiva del agua ni la presión de las grandes profundidades”. Basándose en estos informes, se prohibió arrojar residuos radiactivos al mar en 1972. La propuesta de Lovelock se basa en una observación en los alrededores de la central de Chernobyl: la vida salvaje ha vuelto a su entorno todavía con altas dosis de radiactividad, y sin embargo, dice, no han aparecido animales con mutaciones y las especies gozan de una estupenda salud.
En la montaña
Una solución menos extrema que las sugeridas es el Almacenamiento Geológico Profundo, AGP. La UE tiene sobre la mesa esta opción como posibilidad para ubicar definitivamente los desechos de todas las centrales. Los partidarios de esta idea dicen que una instalación de este tipo es menos vulnerable a un eventual ataque militar, y por otra parte también es más fácil de defender que no tener un montón de instalaciones esparcidas por los 25 países de la Unión. Según el profesor Díaz: “Es mejor almacenar los residuos en depósitos geológicos, a los que se considera como auténticas minas de preciadas materias primas a las que se puede recurrir en el futuro, más que como basureros radiactivos”.
En opinión de los grupos ecologistas, estos argumentos forman parte de los “mitos” en torno a la energía nuclear, que anuncia adelantos tecnológicos que solucionarán casi todos los problemas, pero que nunca llegan. En el mismo sentido, el Informe de la Fundación Encuentro apunta que este es uno de los factores sociales que contribuyen al rechazo social: “La ciencia no ayuda mucho a despejar incertidumbres; siempre estamos a 50 años de lograr la fusión atómica, los residuos nucleares ‘pronto’ se reciclarán para ser utilizados de nuevo como combustible, y no son pocos los ámbitos donde ‘ha ocurrido lo que es casi imposible que ocurra’.” Esto se aplica a todas las instalaciones nucleares, y también al ATC.
Francisco Castejón, físico nuclear y miembro de Ecologistas en Acción, recuerda lo ocurrido en la central nuclear de Kashiwazaki. Se contruyó “a prueba de terremotos”, pero en 2007 sufrió una fuga de 1.300 litros de agua radiactiva precisamente por los efectos de un seísmo. Sin salir de casa, Carlos Bravo, de Greenpace, recuerda el grave accidente en Vandellós I, “que estuvo a punto de liberar 200 toneladas de CO2 radiactivo y obligó a desmantelar la central”.
En los 50 años de historia de la fisión nuclear no se ha llegado a un consenso técnico sobre qué hacer con los desechos y dónde depositarlos de manera segura. En ese escenario, lo más lógico como primera medida, según las organizaciones ecologistas, sería dejar de producir más residuos. Por eso se oponen a la construcción de un ATC. “Su aprobación fue un hecho clave en la historia de la energía nuclear en España, ya que la puesta en marcha de esta instalación puede permitir tanto una prolongación de la vida de las centrales como un hipotético relanzamiento nuclear”, señala un informe de marzo de este año de Ecologistas en Acción.
En estos momentos hay en España unas 4.000 toneladas de combustible gastado depositados provisionalmente en el perímetro de las centrales nucleares, cifra a la que hay que sumar el de La Hague, a la espera de ser repatriado. Descartadas las soluciones de ciencia ficción, y teniendo en cuenta que ninguna instalación puede ofrecer una seguridad al cien por cien, solo hay tres opciones: el Almacenamiento Geológico Profundo (AGP), el Almacén Transitorio Centralizado (ATC) y el Almacén Transitorio Individual (ATI).
Los grupos ecologistas son partidarios de esta última, que se construiría en cada central y tiene la ventaja de que elimina los transportes con material radiactivo. Como inconveniente, su mayor vulnerabilidad al estar en superficie y su coste por tener que disponer de un almacén por central. El ATC es la opción más barata (costará 700 millones de euros), pero en su contra opera el riesgo añadido del transporte de los residuos. Como solución definitiva, muchos países contemplan dejar los residuos en las entrañas de la tierra, como ha hecho Finlandia en Olkiluoto. Este Almacenamiento Geológico Profundo proporciona mejor protección física, pero es más difícilvigilar el estado de los residuos.
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En superficie. La planta mide 1 km de ancho por 3 de largo. Como en un iceberg, solamente un tercio de las instalaciones está a la vista. |
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Subterránea. Por seguridad, la mayor parte de las instalaciones está a 22 metros de profundidad. |
Llegar a un consenso
Sea cual fuere la opción, todos los expertos están de acuerdo en que lo mejor es que se llegue a ella por consenso, como se hizo en Países Bajos con el ATC que ha servido de referencia al español. ¿Será España capaz de lo mismo? José Díaz es pesimista: “Lo más seguro es que la solución peor es la que salga adelante y nos quedemos sin energía nuclear, de manera que dependamos del exterior, lo cual sería malo para nuestros bolsillos”. Para Carlos Bravo, de Greenpace, habría que empezar de nuevo el proceso porque es “nulo de pleno derecho, ya que no se han hecho estudios técnicos ni de seguridad para ubicar el ATC”. Nadie quiere la basura nuclear, y a las puertas de unas elecciones, menos.
Sobre la posición de los partidos planea la mala imagen que tiene lo nuclear en España, aunque hay expertos, como Vicente Jiménez, de la Universidad Autónoma de Madrid, que piensan que la desconfianza se basa “más en una percepción que en la realidad, de la misma forma que se piensa que el avión es menos seguro que el coche, cuando ocurre justo todo lo contrario”.
Redacción QUO