Entro en un restaurante que se anuncia como vegetariano. La sugerencia del chef es la ensalada de verduras de la huerta traídas desde Murcia. Y aquí comienza mi lucha interna. Yo les juro que quiero ser verde, pero es que no hay caso, no me dejan. Es verdad que los alimentos orgánicos no utilizan pesticidas ni hormonas. Pero esas medidas tienen un coste. Una vaca orgánica produce un 8% menos de leche que sus amigas hormonadas, así que son necesarias 25 vacas “verdes” para dar tanta leche como 23 de sus congéneres “industriales”. Lo cual si las cuentas no fallan serían 300 kg más de metano en la atmósfera por año (ver mito número 2). Pues sí, las cuentas fallan. Porque una vaca ecológica al alimentarse de productos verdes emite un 16% más de metano. Así, la leche orgánica no solo precisa más vacas (igual a más metano), sino que cada una de esas vacas emite también más gases nocivos. ¿Y su carne? Pues tres cuartos de lo mismo. Primero, las reses que han sido cebadas hasta llegar al cielo de la carne orgánica, necesitan más tiempo para el engorde y eso significa más tiempo de polución. Y su alimentación, de acuerdo con la Organización de la Agricultura y la Alimentación de las Naciones Unidas, les lleva a producir casi el doble de metano que un ganado menos verde. Por suerte los vegetales no generan nada de este pernicioso gas. No, pero sí producen CO2. Indirectamente,es verdad, pero lo hacen. Primero los fertilizantes orgánicos generan cosechas de menor rendimiento, de modo que es necesaria más tierra. Y como son muy pocos los productores orgánicos y muchos los consumidores, los bienes tienen que viajar largas distancias en camiones con cámaras frigoríficas que emiten más CO2 por una fruta que quizás se encuentra en el mercado local y, aunque no tenga la etiqueta de orgánica, puede que sea más verde que su prima.

Redacción QUO