El primer paso para conquistar nuestra vida cotidiana fue directo al estómago. Desde los países asiáticos, las algas van abriéndose hueco en la dieta occidental. Mientras, laboratorios de todo el mundo escudriñan las propiedades aprovechables de estos seres. La mayoría se basan en una capacidad común a las más de 50.000 especies conocidas: a través de la fotosíntesis usan agua y CO2 del entorno para fabricar oxígeno y biomasa, es decir, más algas. Solo el fitoplancton genera el 50% del oxígeno atmosférico.
Por eso, EEUU, Japón, China y Francia están buscando formas de incorporarlas a los vuelos espaciales como fuente de comida y oxígeno. En la Tierra, se perfilan como herramienta para luchar contra el cambio climático. El CO2 procedente de otras industrias y de aguas residuales podría usarse como nutriente para cultivarlas, convirtiéndolas así en importantes depuradoras naturales. Además, su generalización como alimento reduciría la contaminación derivada de la agricultura y dejaría libres más terrenos para uso forestal. Y la gran promesa pendiente de demostrar su viabilidad de producción a gran escala y su competitividad económica es la producción de biocombustibles a partir de ellas.
Pilar Gil Villar