Tienes que hacer un viaje de 1.000 kilómetros. Si coges un avión o te acomodas solo en tu gran cochazo, cuando llegues habrás lanzado a la atmósfera 250 kg de CO2. Elige el tren, o comparte un utilitario con tres amigos, y la cifra se reducirá hasta los 50 kg. Son los cálculos de un estudio publicado en la revista Environmental Science and Technology que analiza los efectos de los distintos medios de transporte en el calentamiento global.
Además del papel del CO2, la investigación se extiende a otros gases y aerosoles con efecto invernadero, como el ozono, óxidos de nitrógeno y algunos hidrocarburos, que no se incluyeron en el protocolo de Kioto y, por tanto, rara vez se tienen en cuenta a la hora de elaborar políticas medioambientales. Dado que muchos de ellos contribuyen además a la polución y pueden causar problemas de salud, “una reducción en sus emisiones supondría una ganancia doble”, según nos cuenta Jens Borken-Kleefeld, primer autor del estudio e investigador del Instituto Internacional de Análisis de Sistemas Aplicado (IIASA) en Viena. Y además podríamos beneficiarnos de ella relativamente pronto, ya que su tiempo de permanencia en la atmósfera es mucho menor que el del CO2.
El estudio constata que esos gases influyen poco en la huella ecológica de los coches, pero contribuyen considerablemente al calentamiento provocado por los aviones, “principalmente debido al ozono y a la formación de estelas, y especialmente por el gran aumento que está experimentando el transporte aéreo”, afirma Borken-Kleefeld.
Por ello, el campo de actuación para los automóviles debería centrarse en la búsqueda de motores más eficientes y combustibles renovables, desde el ámbito político. Los usuarios, por su parte, podrían provocar un cambio significativo si utilizaran más el transporte público, usaran coches más pequeños y los compartieran con otros dos o tres pasajeros.
En cuanto a la aviación, en opinión del experto, “una medida sencilla para paliar el impacto sería modificar los planes de vuelo para evitar la acumulación de estelas”. Para ello habría que añadir las presencias de las mismas a los programas que ya calculan las rutas según la información climática. Ya se ha demostrado que con variaciones de solo 1.000 metros en la altitud se obtendrían resultados muy beneficiosos.
Pilar Gil Villar