Si cada uno de los 60 millones de turistas que han venido a nuestro país en 2013 se hubiera llevado cuatro o cinco conchas de recuerdo, España tendría un problema muy grave. Afortunadamente, muchos visitan catedrales en el interior o realizan un viaje gastronómico alejado de los chiringuitos de costa. Dentro de poco llega Semana Santa y con ella los primeros desplazamientos a las playas, el rutinario rastrillado de las máquinas sobre la arena y los paseos de los veraneantes por la orilla. Según un estudio realizado conjuntamente por la Universidad de Barcelona y la de Florida, la desaparición de conchas marinas está directamente relacionada con el turismo. Tras años de investigación en la playa Larga de Tarragona, Jordi Martinell, Rosa Domènech y Michał Kowalewski, autores del trabajo, han constatado que el aumento del turismo está relacionado con la disminución del 70% de las conchas durante los meses de julio y agosto, y del 60% el resto del año. “Paseando un día por la orilla de mar, hace 30 años vi que un caracol se estaba comiendo una almejita. Al observarlo, se me ocurrió muestrear la playa una vez al mes. Lo estuve haciendo durante tres años, para ver si la proporción de bivalvos que se habían comido variaba a lo largo del año”, explica Jordi Martinell. “Tres décadas después, en 2008, Michał Kowalewski, que forma parte de nuestro equipo, sugirió hacer un muestreo para ver cómo había afectado la presencia humana a esa misma playa. Volvimos y comprobamos que la cantidad de conchas había disminuido entre tres y cuatro veces, la misma proporción en la que ha aumentado el turismo de esa zona”.

Sirven de vivienda a los cangrejos ermitaños, y para afilar los picos de los pájaros

Las especies exóticas son las que más sufren la acción devastadora del ser humano. “Los coleccionistas profesionales prefieren las del fondo marino, por su tamaño y color, y desestiman las que se encuentran en la playa debido a su mayor deterioro y pérdida cromática”, explica Ramón Manuel Álvarez Halcón, secretario de la Sociedad Española de Malacología. “Hay buceadores que capturan los ejemplares vivos, sacan el animal que hay dentro y ofrecen las conchas en el mercado de compraventa”, añade. En algunos lugares, la magnitud del expolio ha obligado a las autoridades locales a tomar medidas drásticas. Las multas llegan a los 50 dólares en la playa White Beach, en Borácay, por sustraer cualquier tipo de ejemplar, mientras que en España “la sobreexplotación de la lapa ferrugínea (Patella ferruginea), el bucio (Charonia lampas) y la nacra (Pinna nobilis) ha puesto en riesgo su supervivencia”, ilustra Álvarez Halcón.

Que muchos ejemplares no estén en vías de extinción no quiere decir que puedan ser recolectados en cubitos infantiles y guardados como recuerdo de unas vacaciones inolvidables. Ramón Álvarez aclara que el artículo 52.3 de la Ley de Patrimonio Natural y de la Biodiversidad “prohíbe la retención y captura en vivo, la destrucción, daño y recolección de los animales silvestres, así como la posesión, transporte, tráfico y comercio de ejemplares vivos o muertos o de sus restos”. O sea, prohibido coger cualquier tipo de conchita.

Además de las que se llevan los visitantes, la presión del turismo en sí es determinante en su desaparición, explica Jordi Martinel, quien en su estudio ha analizado la evolución de la chirla (Chamelea gallina) y de dos tipos de coquina (Donax trunculus y Donax semistriatus). En cualquier playa del litoral, de madrugada, pasan las limpiadoras rastrillando todo lo que ha dejado el mar”. Y lo hacen removiendo la arena a una profundidad de entre 150 y 200 mm, en función del tipo de máquina, y con un orificio de mallado que puede llegar a los cinco centímetros de lado. Poco riesgo, pues, para una chirla, por ejemplo, que a partir de 25 milímetros ya puede ser pescada. El gran deterioro se produce por el deseo de algunos ayuntamientos de escalar puestos en el ranking del turismo deseable. El tamizado de la arena llega a ser tan fino que no queda bicho viviente. Y el que sobrevive tiene un gran riesgo de morir aplastado por las pisadas de una pareja romántica, intoxicado por los residuos de los yates cercanos o guisado en una cazuela con salsa verde.

El fenómeno en sí no tendría mayor importancia si no fuera por su gran transcendencia en la alteración de la cadena trófica. Algunos gasterópodos, como el caracol marino, se alimentan de los animales que viven dentro de ellas; el pequeño cangrejo ermitaño las utiliza como vivienda; los pájaros las emplean para afilar sus picos, y el carbonato cálcico de muchos bivalvos acidifica de forma adecuada el agua para que en ella puedan desarrollarse determinadas especies. “Si desaparecen las conchas, mueren los que se las comen, y si dejan de existir los que se alimentan de ellas, puede llegar a extinguirse la vida en el mar. Todo se desequilibraría y las consecuencias serían imprevisibles”, sentencia Martinell.

Pero su importancia no es sólo ecológica. La concha es el ornamento más antiguo que se conoce. Desde hace 110.000 años, las conchas han servido para embellecer y transmitir una determinada imagen de quien las lleva. Pero también han tenido un significado religioso y mitológico. Ahí está la vieira, uno de los grandes símbolos de la cristiandad, para demostrarlo, y cuadros como El nacimiento de Venus, en el que Botticelli sugiere con una concha que la vida surgió del mar.

Marta García Fernández