Cuando en 2003 el genetista Svante Pääbo visitó Novosibirsk, la tercera ciudad más grande de Rusia, decidió sumergirse en un famoso experimento del Instituto de Citología y Genética (IC&G). Hace cincuenta años, el entonces jefe del IC&G, Dmitri Belyaev, criaba zorros plateados para averiguar si era fácil domesticarlos. Belyaev tenía en marcha otro experimento iniciado en 1970, esta vez con ratas: había seleccionado una estirpe concreta para domesticarla, y otra la había elegido para ser agresiva.
Cuando Pääbo las vio, se quedó estupefacto. Después de solo 30 años de selección, habían conseguido dos poblaciones que no podrían ser más diferentes. “Sacaba las domesticadas de la jaula con las manos desnudas. Se metían bajo mi camisa, buscaban el contacto y disfrutaban de él”, recuerda Pääbo. “Las agresivas lo eran tanto que me dio la impresión de que solo 10 o 20 ratas podrían llegar a matarme.”
Allí se daba una gran oportunidad de descubrir los cambios genéticos responsables de las diferencias comportamentales. Y Pääbo se dio cuenta. De vuelta en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig (Alemania), Pääbo y su equipo trabajan justamente en eso. Hasta ahora, los intentos de domesticar cebras, guepardos, búfalos africanos y rinocerontes han fracasado. Entender la base genética de la mansedumbre permitiría convertir especies exóticas en animales de granja, o incluso en mascotas.
La mayoría de mamíferos domésticos son francamente diferentes de sus antepasados salvajes: a menudo tienen una forma corporal radicalmente diversa, frecuentemente presentan patrones inusuales de manchas o marcas, y no resulta extraño que puedan reproducirse durante todo el año. Sin duda les habrá llevado muchas, pero muchas generaciones que esas diferencias se acumulen, ¿no?.
De hecho, eso es lo que pensaba Charles Darwin, quien sugirió que el proceso de domesticación era “imperceptiblemente lento”. Pero Belyaev no lo creyó así. Propuso que muchas de las características típicas de los domésticos surgieron porque nuestros ancestros humanos más lejanos ya hicieron su selección inicial de animales salvajes tomando como base solo una característica, la más práctica y visible: su mansedumbre. De haber sido así, la domesticación no habría resultado solamente mucho más sencilla, sino que habría tardado muchas menos generaciones de las que se cree.
En resumen, Belyaev creía que hace 10.000 el hombre quiso tener acceso rápido a la carne y a la leche durante todo el año a base de apropiarse de una manada. Así que lo más fácil para él fue quedarse con los ejemplares que menos se perturbaban ante la compañía humana. Si resulta que esta mansedumbre tenía (y tiene) una base genética, ya había seleccionado animales con genes de la domesticidad. Esta predisposición, según el ruso, es un paso crucial en la domesticación. Y todos los demás detalles que caracterizan a la mayoría de animales domésticos –las orejas flexibles, la variedad de manchas en la piel y la reproducción alterada– son simples efectos secundarios, podrían ser posteriores.
En 1959, Belyaev quiso comprobarlo. Obtuvo 130 zorros plateados relativamente amistosos de una granja de pieles en Estonia y los instaló en otra cercana a Novosibirsk. Empezó a criarlos, pero de cada generación solo permitió que se reprodujesen los animales más mansos. En cuatro generaciones, algunos de los zorros empezaron a menear la cola; después de ocho, nuevas manchas y marcas empezaron a aparecer en algunas crías; entonces, las orejas se volvieron blandas, las colas se acortaron, los cráneos se ensancharon, y ocurrió que los zorros se relajaban más cuando eran alimentados. Tras solo 20 años, el equipo de Belyaev había creado un zorro doméstico.
¿Por qué? Investigaciones posteriores que profundizaban en la neurología de los animales fueron muy reveladoras. Comparados con los zorros salvajes, los domesticados habían visto reducida la actividad del eje adreno-pituitario-hipotalámico, un complejo conjunto de señales hormonales y nerviosas que, entre otras cosas, controla la respuesta de un animal al estrés. Los zorros domesticados también tenían en el cerebro niveles más altos de serotonina, un neurotransmisor que inhibe el comportamiento agresivo. Estas y otras modificaciones sutiles explican de alguna forma por qué los zorros domésticos son tan tranquilos.
ratas y visones mimosos
¿Se puede generalizar? En otros mamíferos, ¿la selección de los más mansos traería cambios igual de rápidos? Belyaiev comenzó a criar ratas salvajes, visones americanos y nutrias. Y resultó lo mismo: en pocas generaciones estaban domesticados. Con todos los animales, la selección de la mansedumbre llevó consigo la aparición de nuevas variantes de color y una alteración en la reproducción, que resultan ser, de hecho, las características típicas de una especie doméstica. Según Lyudmila Trut, quien se puso al mando de los experimentos de Belyaev después de su muerte en 1985, parte de la causa es que la cría de mansos produce cambios en el ritmo de los procesos del desarrollo.
Pocos años más tarde, Trut aceptó unirse a Pääbo y establecer sus colonias de ratas mansas y agresivas en Alemania, para que se pudieran identificar los cambios genéticos de los animales. Y después de descartar que la tendencia a la mansedumbre fuera consecuencia de la alimentación, las hormonas de la gestación o el “ambiente” postnatal –véase el experimento de la página anterior–, ya no había duda: la causa es genética.
Ya, pero ¿qué genes?
La misión ahora es concentrarse en cuáles son esos genes y qué hacen exactamente. Si hubiera múltiples mutaciones, cada una de ellas con un pequeño efecto en el comportamiento, eso resultaría bastante estimulante, según Leif Andersson, genetista de la Universidad de Uppsala, en Suecia, involucrado en el proyecto. “Sin embargo, una de nuestras mutaciones ejerce un enorme efecto, e influye tanto en el comportamiento como en el tamaño de la glándula adrenal”, explica. “Soy optimista; creo que podremos revelar la mutación del gen que provoca este gran efecto en un plazo de un par de años.”
Con un poco más de tiempo, trabajo esforzado y algo de suerte, parece probable que los investigadores identifiquen al completo la red de genes responsable de la mansedumbre y de la agresividad en las ratas. “Una vez que la tengamos, comprobaremos, por supuesto, si los mismos genes y los mismos rasgos psicológicos diferencian a los animales domésticos de sus parientes salvajes”, explica Albert. “Podría ser algo generalizado.”
De hecho, podría resultar que los mismos genes subyacen en el comportamiento social de una buena parte de mamíferos, incluidos nosotros (véase la siguiente página). Trut ve muchas similitudes entre los zorros plateados y los humanos, por ejemplo. “La gama de comportamientos en estos zorros tiene significativos paralelismos con los de patrones normales y desordenados de sociabilidad humana”, sugiere. Y espera que las compañías farmacéuticas empiecen a usar los zorros plateados para investigar potenciales terapias para problemas de comportamiento.
Si hay una base genética común para la domesticación, el trabajo de Pääbo y Albert podría hacer más fácil domesticar otras especies. Por ejemplo, el búfalo africano mata cada año a más personas que el león. Los beneficios de crear una estirpe menos furibunda podrían ser enormes. Como estos animales están muy bien adaptados a sus condiciones locales, serían un ganado más robusto que los bóvidos domesticados. Volverlos domésticos podría ser solo cuestión de buscar en los búfalos algunos con los genes apropiados, y establecer ciertas parejas adecuadas. Si esto fallase, existiría la posibilidad de influir más directamente en el genoma del búfalo africano.
Algunos se opondrán a la idea de domesticar más especies salvajes, para las granjas y para mascotas. Pero muchos animales caseros, como los perros, los gatos, los caballos, las ovejas… ahora superan con mucho el número de sus parientes salvajes. ¿No sería mejor que algunos animales amenazados sobrevivieran en casas o en explotaciones antes de que se extinguiera el último ejemplar?
También tiene algo de atractiva la idea de domesticar criaturas exóticas. Por ejemplo, las cebras. Aunque algunos se las han arreglado para montarlas, nunca han sido domesticadas del todo. “Quizá no hemos intentado lo suficiente encontrar cebras que sean aptas para su domesticación”, sugiere Andersson. Si la búsqueda genética de Pääbo revela el secreto de la doma de la cebra, las carreras de Ascot –y sus sombreros– ya no serán lo mismo.n
Henry Nichols, New Scientist