Un huevo fresco, aceite, una sartén y un fogón. Tienes en tu cocina lo imprescindible para freír un huevo. Golpeas la cáscara del ovalado elemento contra un borde fino. ¡Crac! Y lo dejas caer en la sartén que contiene el aceite hirviendo. El calor hace que comience la transformación del huevo. La clara, que era transparente, líquida y viscosa, se convierte en una masa blanca, sólida y suave. Y la yema, líquida y de color anaranjado, adquiere una consistencia sólida y flexible, y cambia su color a amarillo. En este gesto tan cotidiano acabas de presenciar un fenómeno físico y químico espléndido. La alta temperatura ha cambiado las propiedades del huevo en unos segundos.
Para temperaturas, los estados
Y es que la temperatura determina el estado físico de la materia. Será un sólido, un líquido o un gas según la temperatura a la que se encuentre, que será más alta cuanto mayor sea el movimiento de las partículas que la forman. De esta forma, el calor hará que las moléculas de agua del huevo empiecen a moverse tanto que rompan la estructura de las proteínas que flotan sobre ella y, como consecuencia, cambiarán de color y textura. Mientras, el agua seguirá moviéndose cada vez con más violencia hasta que se evapore, es decir, se transforme en un gas.
En general, a temperaturas bajas los materiales son sólidos (las moléculas están unidas de forma ordenada y apenas se mueven), a temperaturas intermedias son líquidos (las partículas se mueven con fluidez) y a altas son gases (las partículas se mueven con completa independencia unas de otras). También existe otro estado de agregación de la materia, el plasma.
El cuarto estado
Es un gas de iones. En este caso, los átomos se mueven tan deprisa que los choques entre ellos provocan la liberación de los electrones. Es fácil que se forme a temperaturas altísimas, como las del Sol, los rayos y la termosfera (la parte superior de la atmósfera terrestre), donde se superan con creces los 1.500 ºC. Allí se forman, por ejemplo, las bellísimas auroras boreales.
Pero el termómetro puede subir mucho más. Hasta los miles de millones de grados. La ciencia no sabe exactamente hasta dónde. Para averiguarlo, los científicos están retrocediendo en el tiempo mediante los aceleradores de partículas. Estos complicados dispositivos intentan recrear los instantes posteriores al nacimiento del Universo, hace 13.500 millones de años, cuando el cosmos solo era una bola de fuego aproximadamente 30 millones de veces más caliente que la superficie del Sol.
Toda la energía y la materia que hoy forma parte de aquello que conocemos estaba concentrada en un punto. Por el momento, se ha logrado medir la temperatura de la materia dos microsegundos después del Big Bang, y la cifra quita el hipo: 4 billones de grados centígrados. Se midió en el acelerador de partículas del Laboratorio Nacional de Brookhaven (Estados Unidos).
La temperatura de la vida
Volviendo al presente, y más concretamente a la sartén, tras su paso por el aceite hirviendo a 125ºC, cualquier forma de vida que hubiera en el huevo ha sido aniquilada. ¿Cuál es la razón? Pues que la vida –la que conocemos, que está basada en el carbono– existe en la superficie de la Tierra exclusivamente donde la temperatura permite la presencia de agua en estado líquido. Esto significa entre los 0 y los 100ºC. “A temperaturas elevadas, las macromoléculas, como las proteínas y el ADN, se desnaturalizan, y las membranas dejan de controlar el transporte; se funden”, explica a Quo el microbiólogo experto en vida en lugares extremos Ricardo Amils. La inmensa mayoría de los animales –incluidos nosotros, los humanos– podemos vivir “encerrados” en un margen insignificante de temperaturas. Somos extremadamente delicados.
La temperatura ideal de nuestros órganos internos es de 37ºC. A los 42ºC, las proteínas sufren daños irreversibles que nos provocan la muerte, y a los 21ºC, la hipotermia nos mata.
Para regular su temperatura corporal cuando hace calor, cada especie ha desarrollado un método: los humanos sudamos, los perros jadean, los elefantes africanos refrescan la sangre haciéndola pasar por sus enormes orejas, y el tucán por su pico. Aunque hay excepciones. Hay organismos que viven en auténticos infiernos, como las fumarolas hidrotermales del fondo de los océanos. Se trata de chimeneas por las que sale agua a temperaturas que alcanzan los 115ºC.
Y para sobrevivir en ellas, estos microbios han desarrollado mecanismos especiales que evitan que sus estructuras se degraden. “Tienen sustancias especializadas que ayudan a recomponer la estructura de una proteína que se hubiera desnaturalizado, lo que restaura sus funciones”, señala Ramón Rosselló-Mora, investigador del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados-CSIC y experto en extremófilos. Pero las bajas temperaturas también son letales.
Bajo Cero
En esas circunstancias, las reacciones químicas que tienen lugar para que nuestro organismo funcione son demasiado lentas para permitir la vida. “Pero lo peor es que el agua cristaliza, y el crecimiento de los cristales rompe las membranas”, apunta Amils. Cuando esto sucede, el ser vivo muere porque sus células explotan, ya que el hielo ocupa más volumen que el agua.
El método más usado para combatir el frío es la hibernación. La mayoría de los animales de sangre fría, como los anfibios, lo practican; y algunos de sangre caliente, como osos y roedores.
Los animales permanecen refugiados y entran en un estado de letargo en el que la temperatura, el metabolismo y la respiración se lentifican durante semanas, tiempo más que suficiente para que remita el frío invernal. Cuando el frío no es estacional, como en el Ártico, los animales han desarrollado estrategias más sofisticadas. Hay peces e insectos que tienen anticongelante en sus fluidos internos. Son azúcares y alcoholes que rebajan el punto de congelación hasta temperaturas de -55ºC.
La temperatura más baja a la que se ha encontrado vida supera con creces el punto de congelación del agua: -80ºC. Se halló en el hielo a 3 kilómetros de profundidad del lago subglacial Vostok, en la Antártida. “Aún no se sabe qué son, porque no se han cultivado; solo se han podido mirar al microscopio”, apunta Amils.
Supera esta marca un tipo de microbios llamados osos de agua, o tardígrados (véase la página 82). Se ha comprobado que puede aguantar hasta los escalofriantes -272ºC y los ardientes 151ºC. Sin embargo, su forma de superar las adversidades está rozando tanto la muerte que los científicos no los tienen en cuenta. Reducen su metabolismo hasta casi paralizarlo, y permanecen así hasta que las condiciones ambientales son favorables.
Las temperaturas inferiores a la más baja registrada hasta el momento en nuestro planeta, -89,2ºC, se han logrado mediante refrigeración artificial. Habitualmente se usan para licuar gases, como el nitrógeno (–195,8°C ) y el helio (-266ºC).
Mientras que hacia arriba en la escala de temperatura no hay límite conocido, hacia abajo sí que lo hay. Se trata del cero absoluto, el cero en la escala Kelvin, que corresponde en la escala Celsius a los -273,15ºC. A esa temperatura, en teoría cualquier sustancia pasará a estado sólido y sus moléculas no podrán moverse ni vibrar. Los científicos aún no han conseguido enfriar tanto ninguna sustancia, aunque en 2003, investigadores del MIT rozaron la ansiada marca: enfriaron un gas hasta el medio nanokelvin.