Alto y afable, Edward O. Wilson me tiende la mano y la sonrisa al recibirme en una sala de la Fundación BBVA. Es la semana de actos en torno a la entrega de los premios Fronteras del Conocimiento, que concede esta institución y en la que este americano de 81 años ha sido galardonado en el apartado de Ecología y Biología de la Conservación.
Considerado una de las grandes mentes científicas de nuestro tiempo, acuñó el término biodiversidad, sentó las bases de la sociobiología y lleva años luchando por hacernos entender la importancia de conocer y conservar el frágil equilibrio entre todos los seres vivos. Todo ello, a partir de una vida entregada a escudriñar hasta el mínimo detalle de… las hormigas.
Machos de usar y tirar
¿Tanto nos parecemos? “Ambos tenemos la organización social más avanzada de la Tierra, con la excepción de algunas termitas y las abejas. Cooperan, algunos individuos renuncian a reproducirse en favor de otros, dividen las tareas, protegen su territorio y su nido, donde convive más de una generación, y cuidan a sus crías de manera elaborada. Pero a los humanos no nos gustaría ser como ellas, porque están casi completamente controladas por su instinto. Además, en sus sociedades de hembras, los machos solo aparecen una vez al año para inseminarlas y luego los expulsan o los matan.” Se adelanta a mi visión de una versión humana del asunto, para matizar que él es muy liberal, pero eso le parecería “llevar la igualdad de oportunidades demasiado lejos”. De ahí pasamos directamente a lo que mejor sabe hacer.
Con antelación, le había pedido que seleccionara varios géneros de hormigas especialmente características, a su criterio. Toma la lista, saca sus gafas y se entrega a argumentar cada elección. Pero cuando Wilson habla de hormigas, no habla de hormigas. Comienza cada descripción con un atisbo de tono académico, “legionarias de las selvas del Nuevo Mundo”, y a partir de ahí el relato rebosa vida, experiencia, detalles y, sobre todo, pasión. Termina su referencia a las Nothomyrmecia arqueando las cejas y murmurando: “La hormiga australiana del amanecer”, con ese tono de “el bueno de George” de las películas americanas, para explicar luego que investigamos a esas especies primitivas por la misma razón que nuestras sociedades de cazadores-recolectores.
Su nutrido ecosistema intelectual conecta la especialización de las mandíbulas de las Thaumatomyrmex con la adaptación de los inuit a cazar focas, o el avance de la marabunta de Eciton con las hordas mongolas expandiendo su imperio sin piedad. Mientras, sus manos relatan en amplios y precisos gestos, acompañando a una voz que salta de la descripción de las hormigas toro (Myrmecia) a un espontáneo: “Anoche vi una corrida en la tele del hotel. Con esa imagen del hombre valiente y orgulloso dispuesto a arriesgar su vida. Me gustó”.
Reinas vírgenes en nuestro plato
Al sumergirse de nuevo entre los insectos, habla de aprovechar recursos y organizar las tareas: las cortadoras de hojas crían hongos en una “cadena de montaje a cuyo nivel no llegamos los humanos hasta hace 10.000 años”.
Los legados de sus abundantes expediciones para estudiarlas se dejan sentir cuando me dice, travieso, en español: “dos semanas”. Así llaman en América Central y del Sur a las especies del género Paraponera. Es el tiempo que dura el efecto de su picadura, y la risa de Wilson casi me traslada al soleado momento en que lo escuchó de algún trabajador de Venezuela, quizá.
Allí, por cierto, a veces comen hormigas. “Sí, son las reinas vírgenes de las cortadoras de hojas. Las cogen durante el apareamiento, cuando están repletas de grasa y músculos para mover las alas, y alimentan mucho”. En cualquier otro caso, no las recomienda como menú. “Usan armas químicas. Incluso aquí, con un puñado de esas hormigas que parecen inofensivas, te puedes envenenar”.
Pero, la auténtica intención de este maestro “es mostrar que las hormigas, junto a las personas, dominan el mundo, y han logrado su éxito gracias al comportamiento social. Las estudiamos para saber cómo lo han conseguido”.