Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad, describía a José Arcadio Buendía como “aquel protomacho cuya respiración volcánica se percibía en toda la casa”. Lo decía por su poderosa corpulencia y lo enérgico y aventurero de su carácter. Con los volcanes ocurre igual: para descifrar su impronta salvaje hay que observar su “respiración”, es decir, los gases que emite, los materiales que expulsa, la frecuencia con que lo hace, el tremor de la corriente de lava bajo sus “pulmones” de roca.
Pero, igual que uno no llega a conocer del todo al personaje de Gabo en toda la novela, los científicos nunca llegan a saber del todo qué está pensando la Tierra, en el volcán de El Hierro y en los demás. El escritor casi se excedía en los detalles del origen y nacimiento de José Arcadio, pero el mecanismo de formación y comportamiento de los volcanes, y sobre todo de los marinos, no cuenta con tantas pistas.
Y quizá sea porque tienen un rasgo especial: que el magma que los origina –a ellos y a las islas volcánicas como El Hierro– puede ser un “envío” directo desde el mismísimo núcleo externo de la Tierra, a 3.000 km de profundidad. ¿Y de qué otro lugar podría venir? De solo 33 km bajo nuestros pies, como máximo. Es el magma superficial, el que siempre tiene más probabilidades de salir porque es el resultado de la fricción (por subducción u obducción) o colisión entre dos placas, una oceánica y otra continental; o entre dos del mismo tipo.
Magma del ‘piso’ de abajo
Lo importante es que ambos tipos de magma son diferentes, y saber si su origen es uno u otro traería noticias del futuro y del pasado. A los habitantes de la isla les diría si las erupciones venideras pueden ser más o menos explosivas; y a los geólogos les hablaría de un millón de años atrás, cuando comenzó a formarse El Hierro.
Por eso, varias universidades españolas e internacionales están analizando los restos de lava que salen a flote. Viendo la cantidad de gases que hay en la parte blanca del magma (traquita) de esos “cocos”, la Facultad de Geología de la Universidad de Barcelona afirmó que las erupciones podrían estar siendo más explosivas de lo pensado inicialmente.
La traquita es un tipo de roca que siempre se forma bajo la corteza. Pero Joan Martí, del Instituto de Ciencias de la Tierra Jaume Almera, dependiente del CSIC, opina por teléfono desde El Hierro que es exagerado hablar de peligrosidad y lo explica a Quo muy claramente: esa porción blanca “tiene un contenido en volátiles del orden del 4 o 5%, una temperatura de 850ºC y una densidad de 2.300 kg/m3, lo cual lo hace más explosivo”, pero solo representa un 10% de la mezcla total. Porque el 90% restante (la parte negra) es basalto, que cuenta con “solo un 2% de volátiles, una temperatura de 1.200ºC y una densidad de 2.700 kg/m3”, cosa que reduce mucho la virulencia de estas erupciones volcánicas.
Así que los geólogos de El Hierro ya saben algo: la mayoría del magma es basáltico, y eso significa que viene de las capas profundas de la Tierra. El mecanismo por el que ese magma ha podido ascender desde el núcleo externo es apasionante. Lo descubrieron en 2005 Sebastian Rost y Edward Garnero (Universidad Estatal de Arizona), y Quentin Williams y Michael Manga (de la de California). Estos geólogos y vulcanólogos comprobaron que las impetuosas chimeneas de los volcanes hawaianos están surtidas por lo que ellos llamaron “raíces”, a través de las cuales ascienden diferentes plumas de magma (llamadas así por su forma de mecha) desde 3.000 km más abajo. Y eso podría explicar por qué muchas islas volcánicas tienen una actividad muy constante.
Viaje al centro de la Tierra
El viaje se sigue muy fácilmente si nos sumergimos en ese núcleo externo de la Tierra. Allí la roca está fundida (digamos que líquida), pero la siguiente capa, el manto, está casi sólida. En ciertos puntos de la frontera entre ambas capas hay unas enormes burbujas de material parcialmente fundido que actúan de boca de salida. ¿Y por qué al subir hacia el manto la roca no se solidifica como el resto?
Porque parece ser que (dicho grosso modo) alrededor de esas plumas de magma se forman unas “paredes” cristalinas que preservan y “guían” el material hasta la corteza. “Podría ser que debajo de los volcanes de Hawái y de Islandia hubiera una de estas burbujas”, explicó Rost al presentar el hallazgo publicado en Nature.
El quid de la cuestión está en que, aunque el manto esté casi sólido, no quiere decir que esté quieto, sino que en él hay corrientes de convección porque tiene un comportamiento que los geofísicos llaman plástico. Esas corrientes, según admite la Geología moderna, serían las causantes del movimiento de las placas de la superficie terrestre. De ahí lo curioso: si esas variaciones son las que hacen imprevisibles los choques y fricciones entre ellas y, por lo tanto, los lugares donde puede haber erupciones, ¿por qué hay ciertas zonas (sobre todo islas) donde la actividad volcánica es continuada?
Porque existen estas “raíces” fijas que logran resistir ese vaivén del manto y la corteza, y que aseguran el suministro de magma profundo. Sus estudios descubrieron una de esas fuentes al sudeste del Pacífico. ¿Cómo? Gracias a tomografías sísmicas, se dieron cuenta de que a esa altura, pero 3.000 km más abajo, hay una zona donde las ondas sísmicas se propagan mucho más lentamente porque existe una de esas burbujas.
Pero Joan Martí, que ha participado en el grupo de expertos que asesora al Instituto Geográfico Nacional (IGN), que es el organismo que toma las decisiones en el Plan de Emergencias Volcánicas (PEVOLCA), añade otra posibilidad para el caso de El Hierro: “En el caso de Canarias, la situación puede ser un poco distinta”. Y continúa: “Al menos de momento, no se ha podido demostrar la existencia de estas plumas de material mantélico de origen profundo. Aquí se habla más bien de un punto caliente”, puntualiza.
El fenómeno de los también llamados hot spots es un poco diferente: se cree que la fuente del magma también es estática, pero no es tan profunda: son materiales procedentes del manto superior (no del núcleo, como en las “raíces”) y/o de zonas de colisión de la propia corteza. Por eso, no arroja siempre una lava con la misma composición química, lo cual cambia también el tipo de erupciones que causa. Eso explica que no todas las Islas Canarias tengan la misma edad, ni sus rocas cuenten con la misma composición química. Hasta el descubrimiento de 2005, y aún hoy, muchos daban por hecho que el archipiélago de Hawái tenía ese origen. Pero Martí advierte de que la geología no es tan precisa en sus conclusiones y predicciones como la meteorología, porque la atmósfera puede estudiarse mediante mediciones directas.
En cambio, excepto los personajes de Julio Verne en Viaje al centro de la Tierra, nadie ha sido capaz de bajar a las profundidades de la Tierra a ver qué está pasando, entre otras cosas porque al núcleo se le suponen unos 6.700°C de temperatura.
Deducir no es ver
Volviendo a la superficie, encontramos a Carlos Barrera, investigador de la Plataforma Oceánica de Canarias (PLOCAN), dependiente del Gobierno de Canarias y el Ministerio de Ciencia e Innovación. El oceanógrafo, responsable del área de Vehículos, Instrumentos y Maquinaria Submarina, fue el primero en echarse al mar de Las Calmas a ver la mancha oceánica para obtener esos indicios indirectos: “Realizamos mediciones mediante un robot submarino autónomo y con sondas multiparamétricas”, según cuenta a Quo.
“Ese instrumental”, continúa, “mide el nivel de oxígeno del agua, la turbidez, la cantidad de metales pesados, gases en disolución, la acidez (pH)… y algunos parámetros más”, afirma Barrera desde el buque oceanográfico Profesor Ignacio Lozano, en El Hierro. Suyas son muchas de las muestras de lava solidificada (llamadas “cocos” por su forma y su color) que han aflorado en aguas canarias.
Además de esas pistas geoquímicas del magma, el geólogo del CSIC saca conclusiones de las características geofísicas de la lava: “Los magmas son densos porque tienen mucho hierro y calcio; y como son elementos pesados y de baja viscosidad, las lavas son capaces de llegar bastante lejos, son poco gruesas”. Y otros datos útiles son las ondas que las rocas envían a los sismógrafos cada vez que el magma las rompe, o los abombamientos que se producen, que se miden mediante sistemas GPS.
Mientras tanto, todos tiemblan: los científicos, porque no dan con la previsión definitiva; los vecinos, porque no saben si disfrutar del espectáculo natural o huir; y el volcán, porque quizá sea otro protomacho de los de Gabo.