Estamos en 1907, en un destartalado laboratorio de la Universidad de Columbia (EEUU) que apestaba a papilla de plátano. Thomas H. Morgan había decidido utilizar un nuevo animal en sus experimentos de genética: la diminuta mosca de la fruta, Drosophila melanogaster. Había un problema: ¿cómo estudiar la herencia si todos los ejemplares parecen iguales?
A Morgan le hacían falta individuos reconocibles, con características genéticas diferentes. Necesitaba mutantes. De modo que comenzó a someter a sus moscas a rayos X, calor, agentes químicos, y todo aquello que, quizá, pudiera alterar los genes. Para su desesperación, no ocurrió nada hasta casi tres años después. En abril de 1910, Bridges, el discípulo con mejor vista del laboratorio, iba a vaciar una de las botellas de leche donde criaban las moscas. Afortunadamente, primero miró dentro.
Las drosófilas corrientes y molientes tienen los ojos rojos, pero en esa botella, junto a sus hermanas, revoloteaba un macho de ojos blancos.
Con aquel ejemplar se inició una revolución científica. Aparecieron muchos otros mutantes, que el equipo de Morgan sometió a ingeniosos cruzamientos. Consiguió establecer la localización de las mutaciones (y, por tanto, de los genes) dentro de las misteriosas estructuras que eran, en aquella época, los cromosomas.
Las moscas mutantes de su curioso laboratorio se convirtieron en los pilares de la Genética actual, y también de la moderna Teoría de la Evolución.
¿Por qué tardaron tanto aquellos insectos en responder a las radiaciones? En realidad, los mutantes estaban ahí desde el principio, pero Morgan no podía distinguirlos. Hoy se sabe que en esas botellas nacían constantemente individuos con nuevas características genéticas, aunque pasaban inadvertidas para los científicos. Pequeñas diferencias en el número de pelillos, la habilidad para realizar el cortejo, la predisposición a ciertas enfermedades… Pero también defectos; muchos defectos. La mayoría de las mutaciones producen variaciones muy discretas, indetectables a simple vista.
Desde entonces se han creado miles de animales mutantes con la intención de entender mejor cómo funcionan los genes. Se les suprimen o se les añaden, y así se estudia qué les ocurre. Claro, que los resultados de esas investigaciones no pueden trasladarse directamente a los humanos, y con estos está terminantemente prohibido en las legislaciones de todos los países desarrollados cualquier intervención genética que afecte a la línea germinal, es decir, a la que se hereda. Por esa razón, muchas de estas investigaciones son tildadas de inútiles; pero, no obstante, se siguen invirtiendo cientos de millones de euros en ellas.
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