Solo una sustancia preocupa más a la Organización Mundial de la Salud que la sal: el tabaco. El efecto de los cristales blancos en la subida de la presión arterial los convierte en uno de los principales culpables de la crisis de enfermedades no infecciosas que atenaza al mundo. Si bien el sodio y el cloro que la componen la convierten en un nutriente esencial para mantener el equilibrio de fluidos, y el primero de ellos ayuda a las células nerviosas a crear los impulsos eléctricos, las cantidades aportadas por los alimentos naturales bastarían para satisfacer nuestras necesidades. Por esa razón, los médicos llevan 40 años en pie de guerra contra el salero.

Sin embargo, el pasado julio la reconocida institución Cochrane Collaboration publicó un estudio sobre la relación entre la sal y las enfermedades cardiovasculares. En él se comparaban los resultados de los mejores ensayos sobre el tema realizados hasta ahora y se llegaba a la conclusión de que quienes reducían el consumo de sal presentaban una presión sanguínea ligeramente inferior y menos riesgo de morir de infartos y derrames cerebrales. Eso sí, la incidencia en las muertes no era tan grande como para tenerla en cuenta estadísticamente. El American Journal of Hypertension publicó también el estudio y, junto a él, un editorial en el que su director, Michael Alderman, subrayaba la falta de pruebas para reducir el consumo de sal. Alderman, que llevaba años manteniendo esa postura, había trabajado como consultor a sueldo para el Salt Institute, un organismo que representa a 48 productores y distribuidores de cloruro de sodio en Estados Unidos.

Su idea fue publicada por muchos periódicos. Pero Graham MacGregor, profesor de Medicina Cardiovascular en el Instituto Watson de Medicina Preventiva de Londres (Reino Unido), volvió a analizar los datos del Cochrane desde otra perspectiva y dedujo que la incidencia de tomar menos sal sí era significativa.

En noviembre, la revista de Altman apareció con un nuevo análisis. Esta vez se atribuía a la reducción de sal una bajada en los niveles de ciertas hormonas y lípidos que en teoría podría aumentar el riesgo cardiovascular.MacGregor admite que esto podría ser cierto, pero solo si el recorte en el consumo fuera repentino y muy pronunciado. De hecho, muchos de los estudios incluidos en el análisis duraban solo unos días. El especialista sigue insistiendo en que: “Tenemos una evidencia del efecto adverso de la sal mucho mayor que el de la grasa, o de los beneficios de comer frutas y verduras”.

¿Por qué ingerimos tanta?

Unas tres cuartas partes de la sal que consumimos se le han añadido a los alimentos antes de que lleguen a nuestro plato. No solo a la carne curada y al pescado ahumado, sino también a artículos menos sospechosos, como los cereales de desayuno, las galletas, el queso, los yogures, bizcochos, sopas y salsas. Incluso el pan. Las razones:

Prolonga la vida del producto.
Mejora mucho el gusto de los ingredientes baratos.
Enmascara los sabores amargos que suelen aparecer en los procesos de cocinado industrial.
-Se la puede inyectar a la carne para hacer que conserve más agua. De este modo, se puede vender al precio de la carne.
Mejora el aspecto, la textura e incluso el olor de los productos finales.
Provoca sed, lo que aumenta la venta de bebidas.

Algunas cifras

3,75 gramos de sal diarios se recomiendan en EEUU como adecuados

0,5 gramos a partir de los cuales se empieza a acumular exceso de sodio en el cuerpo.

8 gramos que consume el occidental medio al día

12 g son la norma en algunas zonas de Asia.

0,01gramos diarios que toman los yanomami, la tribu que menos sal come en el mundo

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Redacción QUO