Después de estudiar muchas culturas y tribus, la antropóloga Helen Fisher encontró dos patrones que se repetían: las mujeres tenían hijos cada cuatro años, justo el tiempo de caducidad media del matrimonio. ¿Casualidad? Desde luego que no. La antropóloga concluye que en las parejas se suele repetir el siguiente ciclo: una etapa inicial de enamoramiento en el que lo prioritario es el contacto sexual; otra, a la que denomina del cariño,en la que la crianza de un hijo es el objetivo; y una última que termina con la separación. Algo a lo que las neurociencias han dado una explicación científica: al principio de una relación de pareja se producen sensaciones con un altísimo nivel de intensidad fruto de los altos niveles de dopamina, testosterona y norepinefrina que segrega nuestro cerebro y que nos hacen sentir eufóricos, hiperactivos y provoca pérdida de apetito. También se han registrado bajos niveles de serotonina, que es la responsable de la obsesión por el objeto de nuestro amor. Pero biológicamente, nuestro organismo no puede soportar esta situación durante mucho tiempo, por lo que provoca el descenso de esa sobrecarga química. Se estima que el período en el que vivimos esas sensaciones tan intensas que identificamos con el amor dura unos dos o tres años, con un máximo de cuatro.

De hecho, según una investigación realizada por el sexólogo Dietrich Klusmann, las mujeres pierden el deseo sexual precisamente tras cuatro años de relación, mientras que los hombres lo mantienen intacto. ¿Su explicación? Puramente evolutiva: el fin de la mujer es sellar el vínculo con su pareja, mientras que el del hombre es que su pareja le sea fiel.

También parece que el NGF, o factor de crecimiento nervioso, presenta niveles muy altos cuando nos enamoramos de una persona nueva, y vuelve a sus niveles primigenios al cabo de un año. Entonces es cuando las parejas monógamas desarrollan cierta tolerancia mutua, se pierde la euforia romántica y nos resulta más difícil activar los centros neuronales de nuestra pareja.

Redacción QUO