A diferencia de los péptidos antimicrobianos, el estudio de los fagos como agentes antibióticos gozó de un relativo interés a principios del siglo XX, especialmente en los países del Este. Pero la investigación se abandonó a partir de los años 30, a raíz de la aparición de la penicilina, estreptomicina y demás. “Parecía que estos medicamentos iban a solucionar todos los problemas, y Occidente se confió. En los países de influencia soviética, no obstante, siguieron utilizándose y, según se dice, los soldados del Ejército Rojo llevaban en sus mochilas unas cataplasmas y vendas impregnadas en fagos para tratarse las heridas. Ha sido ahora, al comprobar que los antibióticos tradicionales no son omnipotentes, cuando se ha retomado el interés por ellos”, recuerda Ernesto García. ¿Qué ventajas tienen frente a los antibacterianos tradicionales? En primer lugar, su elevadísimo número: se estima que hay del orden de 1031 fagos en la tierra. Si a eso le sumamos su tendencia a recombinarse unos con otros, la variabilidad potencial de fagos y productos fágicos es inagotable. Por otra parte, en la actualidad no es complicado purificarlos, mientras que hacer lo mismo con un antibiótico sí puede serlo. Potencialmente, su número es inmenso, purificarlos no es muy complejo, las tecnologías son relativamente sencillas… Y además, son muy específicos. Ernesto García explica que: “Mientras la inmensa mayoría de los antibióticos matan todo bicho viviente y tienen efectos colaterales, los fagos actúan de forma selectiva y solo atacan a la bacteria a la que se quiere matar. Esto, no obstante, es un arma de doble filo, ya que, hasta que puede hacerse una identificación precisa de qué bacteria está infectando a ese individuo, pasa tiempo y hay que utilizar un cóctel de fagos”.
Redacción QUO