La fiebre regresa como un viejo amigo. Malaria. Puedo detectar los signos: la depresión suicida, los temblores, el halo de fiebre en el cerebro… Sé cómo tratarme. El problema es… ¿Y si no es malaria?” Quien cuenta esto es Aidan Hartley, columnista de la revista británica Spectator y un asiduo de África. Igual que Emiliano Mroue.

Este argentino lleva casi una década en Sierra Leona a cargo de una empresa exportadora de arroz. A principios de agosto, cuando la epidemia ya había cruzado fronteras, Emiliano iba a subirse al vuelo desde Freetown, capital de Sierra Leona, pero el vuelo se canceló. Desde entonces, quedó varado en el país. “El gremio de azafatas pidió no volar más. Esta cuasi paranoia internacional genera mucho miedo. Y la realidad es que nuestra vida es normal, no estamos expuestos a la enfermedad”. Quizá él no, pero el personal sanitario, sí.

Hanna Spencer, de Médicos sin Fronteras, trabaja en el mismo hospital donde se infecto el estadounidense Kent Brantly, hospitalizado en Estados Unidos. La doctora Spencer cuenta su experiencia en el epicentro del brote. “Por turno, unas dos horas, podemos llegar a perder hasta 5 litros de agua. Nos tenemos que meter en unos trajes protectores en los que hervimos por dentro. Y luego debemos pasar otras dos horas rehidratándonos”. Spencer, que firmó con la ONG a las tres semanas de comenzar el brote, señala cuál es el peor momento del día: “Con todo el traje te sientes seguro. Pero el instante de mayor tensión es cuando un paciente muere y hay que disponer de los restos”. Según las normas del Centro de Control de Enfermedades Contagiosas (CDC), el traje solo debe utilizarse durante una hora. Pero la magnitud del problema hace que eso sea imposible. “Cuando llegué al hospital”, señala Spencer, “había diez camas, todas ocupadas. Y en el suelo había otras doce personas”.

Para asegurarse de que la epidemia no se expande fuera de los hospitales, se han puesto barreras físicas. Emiliano Mroue relata que, en su viaje de Sierra Leona a Nigeria por tierra tuvo que atravesar “varios puestos de control. La policía frena los coches y les toma la temperatura a todos. Si tienes fiebre, te obligan a someterse a un análisis para ver si es ébola”. Pero no todos los infectados van por tierra. El caso más cercano es el del misionero español Miguel Pajares, que fue repatriado junto a Juliana Bohi y que falleció el 12 de julio.

Según fuentes del Ministerio de Sanidad, los riesgos de un posible contagio, una vez que Pajares llegó a España, fueron “muy bajos”: hay que estar en contacto con fluidos de infectados… Justamente lo que le sucedió a Hartley. “Hubo un día entero en que estuve convencido de haber contraído el ébola. Estuve en el Congo, donde comenzó el brote de 2012, con un trabajador que recogía carbón. La mayoría de sus familiares se infectaron cuando besaron el cuerpo en el funeral. Y luego fui al centro sanitario. Me sentía como un astronauta en el traje, hacía mucho calor. Cuando salimos al aire libre estaba tan agobiado que me quité la máscara y la arrojé al suelo. Entonces, el médico que me acompañaba me gritó: ‘¡Aún no!’ Y me la volví a poner sin darme cuenta de que había cometido un error terrible: la máscara podía tener el virus por todas partes. Durante semanas, cualquier mareo o indicio de fiebre me volvía loco”.

Juan Scaliter