Los avances en medicina son relativamente recientes. En lo que respecta a nuestra sangre, no fue hasta comienzos del siglo XX cuando el doctor Karl Landsteiner clasificó los grupos sanguíneos, momento en el que aprendimos que las transfusiones de sangre entre grupos incompatibles podían llegar a provocar una reacción inmunológica que en su máxima fatalidad podría llevarte directo al otro barrio.

Antes de eso, las sangrías, las transfusiones fallidas con desenlace fatal y las ocurrencias bárbaras de algunos médicos estaban al orden del día. Según lo que nos cuenta nuestro pasado, la primera transferencia de la historia se realizó el mismo año que Colón descubrió América. Según describe en un manuscrito de la época el historiador Stefano Infessura, un médico empleó la sangre de tres niños de diez años con el fin de salvar al Papa Inocencio VIII de un coma. ¿El problema? La vía de administración de la sangre. En lugar de inyectársela en vena se la hicieron beber ¿resultado? Un Papá y tres niños muertos.

Pero hasta aquí, la lógica parecía reinar y no iban tan mal encaminados con la idea. Está claro que a todos nos parece de locos que alguien intentará hacer una transfusión sanguínea por vía oral, pero os recuerdo que cinco siglos después hay gente que sigue pensando que la Tierra es hueca o plana.

No sería hasta el siglo XVII cuando los médicos empezaron a experimentar más en serio con nuestro viscoso líquido rojo. En 1613, el británico William Harvey describió por primera vez la circulación y las propiedades de la sangre y claro, la comunidad científica estaba deseando pasar de la teoría a la práctica. Pero no empezaron la aventura realizándolas de humano a humano, sino de animal a humano. El primer caso documentado fue el de un tipo que padecía una «locura inofensiva». El médico Richard Lower creía que se podía calmar el carácter del paciente inyectándole sangre de… oveja. Los resultados debieron ser algo traumáticos, ya que el sujeto se negó a que Lower le volviese a poner la mano encima.

Los franceses, que ni mucho menos iban a quedar por detrás de los ingleses, también comenzaron a experimentar. El pionero fue el doctor Jean-Baptiste Denys, que ha pasado a la historia por ser el primer médico en hacer una transfusión con éxito. Un título que no merece, ya que si esta tuvo éxito fue porque inyectó tan poca sangre que era imposible que causara una reacción.

Pero antes de ser laureado injustamente, el médico francés hizo sus pinitos con transfusiones animal-humano. Valiéndose de plumas de pájaros y usando una oveja como donante, realizó una transfusión sanguínea a un adolescente de quince años. Misteriosamente, sobrevivió (con toda probabilidad porque la cantidad de sangre inyectada había sido mínima). Confiado, usó el mismo método con un trabajador y después con un tercero. Este último murió tras la segunda sangría.

¿Qué aprendió Denys de la experiencia? Que el problema pudo ser la oveja, así que la cambió por una vaca (bueno, concretamente un ternero). Consiguió un ‘conejillo de indias humano’ con una enfermedad mental y volvió a realizar el experimento. La primera transfusión salió bien. En la segunda, el paciente presentó cólicos y vómitos. A la tercera, le mató. Con respecto a esta muerte hay algo de polémica, ya que después descubrieron que la mujer estaba ‘ayudando a la causa’ envenenándole poco a poco con arsénico.

Pero los resultados de esta técnica fueron tan desastrosos que el gobierno francés decidió prohibir las transfusiones en 1670. La limitación duró hasta 1818, momento en que el que el obstetra británico James Blundell se convirtió en el primer médico en hacer una transfusión de sangre tal y como la conocemos hoy (o casi).

Redacción QUO