El origen de los Trastornos del Espectro Autista (TEA) ha sido fuente de controversias históricas. A pesar de todas las investigaciones que han intentado dar una pista sobre su inicio, hoy día sigue siendo un misterio.

Hasta ahora, las hipótesis más extendidas tienen una doble vertiente: genética y ambiental. El ejemplo más ilustrativo del primero es la familia Kirton, que apareció en un documental de Discovery para mostrar la difícil vida de una familia de Salt Lake City con seis hijos con autismo. Los TEA se manifiestan en cinco tipos: el trastorno autista (autismo clásico), el trastorno generalizado del desarrollo no especificado (TGD-NE), el trastorno desintegrativo infantil (CDD, por sus siglas en inglés), el trastorno de Rett (más prominente en mujeres) y el trastorno de Asperger.

Un equipo de investigadores del ISGlobal y el CREAL de Barcelona podría haber dado con la primera pista hacia un territorio a explorar: cuando algo va mal en nuestro desarrollo cognitivo y alguna parte se altera o se estropea.

Jordi Julvez es investigador en el CREAL de Barcelona. Licenciado en Barcelona el mismo año del affaire del timerosal, se encuentra trabajando en un proyecto de investigación llamado Infancia y Medio Ambiente. Con éste, se propone conocer junto a su equipo qué hay en el ambiente capaz de afectar al neurodesarrollo. Elementos de la vida diaria como la dieta, el uso de medicamentos o la polución ambiental pueden ser capaces de realizar cambios de gran magnitud en nuestro cerebro. “Nuestra teoría es que al principio de la vida, el desarrollo es muy intenso y cualquier factor tanto positivo como negativo puede determinar o influir en el desarrollo”, explica Julvez.

Hace unos días abrieron la caja de pandora al afirmar que el paracetamol (acetaminofén) podría ser una llave para empezar a desarrollar el autismo. Según aclara, no deja de ser un estudio epidemiológico y observacional. Es decir, sus resultados están basados en un estudio de cohorte de nacimiento donde reclutaron a 2.644 parejas de madres y niños. Cuando los pequeños cumplieron un año, analizaron al 88%; y en cuanto alcanzaron los cinco, examinaron al 79%. Mientras tanto, las madres tuvieron que responder si habían tomado paracetamol durante el embarazo: nunca, esporádica o persistentemente.

Apenas la mitad de los niños habían sido expuestos al paracetamol durante las primeras 32 semanas de embarazo. De ellos, los que tenían cinco años mostraban un 40% más de riesgo de síntomas de hiperactividad o impulsividad.

Mientras tanto, los que fueron expuestos de forma persistente mostraron un rendimiento más deficiente en el K-CPT, un examen para medir la velocidad de procesamiento visual, la impulsividad y la falta de atención. Los niños mostraron más posibilidades de desarrollar síntomas del espectro autista.

Las niñas, más protegidas

¿Por qué? Según explica Julvez, su estudio descansa en tres hipótesis principales basadas en la química del cerebro. La primera tiene que ver con la función como analgésico, al aliviar los receptores cannabinoides, que están relacionados también con la manera en la que las neuronas maduran y se conectan entre ellas. Por otro lado, a nivel celular, es capaz de provocar estrés oxidativo, lo que puede llevar a problemas inflamatorios capaces de afectar a las neuronas. Y por último, el paracetamol podría tener un efecto a nivel hormonal.

“Hormonas como la progesterona o las hormonas femeninas podrían estar protegiendo al cerebro de factores tóxicos. Las niñas tienen niveles más altos, mientras que los niños no”, aclara Júlvez. Según explica, podría no ser el único contaminante que haga distinciones de sexo. Pero una razón fundamental para hablar de efectos diferentes podría ser un elemento de la naturaleza de esta enfermedad: el síndrome del espectro autista (TDA) es más prevalente en niños que en niñas.

¿Es hora de empezar una guerra contra el paracetamol?

«Es una línea que hay que seguir investigando, en ningún caso se me ocurriría decir «cuidado con el paracetamol, que produce autismo»», explica Luis Simarro, doctor en Psicología de la asociación ALEPH-TEA y especialista en autismo desde hace 25 años.

La primera descripción del autismo la hizo Leo Kanner en 1943. A pesar de que el conocimiento de esta enfermedad cumplirá un siglo en 27 años, la naturaleza de este trastorno que afecta a cualidades tan humanas como el lenguaje y la interacción social sigue guardando muchas incógnitas. “Una de las más intrigantes para la mayoría de los investigadores son las causas, el origen, qué está detrás o no de un cuadro de autismo”, indica Simarro.

Cada cierto tiempo alguien se atreve a teorizar sobre su origen. Un ejemplo fue el de Andrew Wakefield, quien encabezó una polémica en los años noventa al afirmar que la vacuna trivalente (sarampión, paroditis y rubeola) podría aumentar el riesgo de padecer autismo.Un año antes de entrar en el nuevo milenio, la Administración de Alimentos y Medicamentos estadounidense (FDA), alertó de la exposición del mercurio en las vacunas a través del timerosal, un compuesto orgánico que se obtiene a través de este elemento que se usaba como conservante desde los años treinta.

Los autores de un estudio danés dieron carpetazo al asunto: «Los resultados no soportan una relación causal entre niños vacunados con vacunas ‘que contienen timerosal y el desarrollo de desórdenes del espectro autístico».“Esto se enmarca en una línea de descubrir, arrojar algo de luz, avanzar en por qué ha habido una mayor incidencia de autismo”, explica Simarro.

¿Qué quedaría entonces por hacer para que las madres dejaran de tomar paracetamol? Según Júlvez, primero harían falta estudios de base biológica para afirmar lo que sostienen que sucede en nuestro cerebro. Harían falta también ensayos clínicos. Poner a animales y plantas bajo observación y ver qué sucede. “Es muy pronto para hacer una recomendación”, sostiene el investigador. Por lo que, hasta que no se produzca un gran avance en el conocimiento del autismo, el paracetamol podrá respirar unos años más.

Redacción QUO