Jana Quintanilla
Siempre me sentí mujer. Pero callaba. En una familia de la sociedad rural leonesa de los años sesenta, no había disyuntiva. Era la mayor de siete hermanos y asumí sin rechistar las tareas designadas al primogénito. En la adolescencia, mi sentimiento de mujer se acrecentó. Me probaba a escondidas la ropa de mis hermanas.

Luego llegaron las primeras relaciones y seguí los patrones masculinos sin llegar nunca a encajar en ellos. Era desazonador. Ni siquiera sabía si era gay o transexual. Pero me casé. Quizá por miedo a la soledad y al rechazo, por la necesidad de amar y de sentirme querida o para desmentirme a mí misma.

Todo parecía transcurrir bien hasta que nació mi segundo hijo. Caí en picado. Mi instinto maternal era muy intenso. ¡Ojalá la naturaleza me hubiese dotado para parir y amamantar a mis niños! Y por primera vez, permití expresarse a la mujer que soy. Mi esposa fue un apoyo fundamental, pero no soportó la idea de seguir casada con otra mujer. Mi divorcio coincidió con la Ley de Identidad de Género y pude registrar mi DNI como mujer.

En los trámites de divorcio, insistí a la jueza para que respetase mi identidad femenina, pero sólo conseguí una anotación junto a mi firma que decía: “Conocido como Jana”. Habría querido que se me concediese la custodia como madre. No pudo ser. Pero es más que suficiente que mis hijos estén cerca y me apoyen. Si algo no ha cambiado, es lo mucho que nos queremos”.

Redacción QUO