Dale un pez a un hombre y comerá un día, enséñale a pescar y comerá todos los días”, sentenció hace siglos un sabio chino sin sospechar que precisamente gracias al consumo de pescado el primer homínido aumentó el tamaño de su cerebro hasta convertirse en el Homo sapiens. Esto, al menos, es lo que evidencian los “utensilios de cocina” fabricados con piedra que ha descubierto recientemente en el norte de Kenia el equipo de Andy Herries, de la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia).
Pero todavía hay algo más sorprendente que nunca pudo imaginar el sabio chino del proverbio. Si nos atenemos a las investigaciones con resonancias magnéticas de Zaldy Tan, de la Universidad de California, resulta que “cuando dejamos de comer pescado, nuestro cerebro corre el riesgo de atrofiarse y envejecer”. El equipo de Tan seleccionó a participantes del conocido estudio Framingham –iniciado en 1948 para identificar enfermedades cardiovasculares a largo plazo– que gozaran de buena salud mental.
Escogieron a 1.575 hombres y 854 mujeres de entre 67 y 69 años. Su conclusión resultó clara: aquellos que comían pescado tres veces por semana mantenían su cerebro más preparado a la hora de prevenir enfermedades como la demencia, la esquizofrenia y los desórdenes del estado de ánimo. ¿Pero qué hace tan especial a este alimento? Pues su alto contenido en omega 3. Nos referimos a ácidos grasos que favorecen la sinapsis, es decir, las conexiones que establecen las neuronas entre sí, cuestión fundamental cuando queremos aprender algo nuevo. Por tanto, a la hora de alimentar el cerebro nada mejor que hacerlo con el salmón, la anchoa, el arenque y el atún. “Cerca del 60% del cerebro es grasa, y el 8% de su peso en seco consta de DHA, un ácido graso del tipo omega 3”, señala Carlos Pérez, terapeuta, psiconeuroinmunólogo y autor del libro Paleovida (Ediciones B).
De aquí se deduce que la masa cerebral necesita alimentarse de su propia materia, nada nuevo si atendemos al origen del ser humano. Porque venimos del mar, la composición del líquido que irriga las células del cuerpo se asemeja al agua del mar y, en consecuencia, buscamos respuestas en el mundo acuático a la hora de alimentarnos correctamente.
Respuestas que, por otra parte, en el último decenio la ciencia está ofreciendo como nunca antes. Por ejemplo, se ha avanzado mucho en el conocimiento de los antioxidantes, y sabemos que alimentos ricos en vitamina E –nueces, soja, arroz, coco y vegetales de hojas verdes, entre otros– protegen y favorecen la actividad sináptica. También hemos descubierto que las lentejas no provocan la locura ni la epilepsia, tal como creían los médicos medievales según recogió Néstor Luján en su Diccionario Luján de gastronomía catalana (La Campana, Barcelona, 1990). Más bien todo lo contrario. Gracias a su alto contenido en fibra, las lentejas proporcionan un flujo permanente de glucosa al cerebro a través del flujo sanguíneo. Aquí se produce un hecho interesante: cuando el nivel de glucosa es el óptimo, somos capaces de generar autocontrol, ganamos más capacidad para dominar nuestros impulsos primarios y mejoramos las relaciones que establecemos con los demás.
Salud de un rojo intenso
Nada que ver con el miedo medieval. “Hay unos compuestos llamados antocianos, de la familia de los polifenoles, que dan un color rojo intenso a alimentos como los arándanos, las moras, las fresas y el vino tinto. Pues ya hemos comprobado, con estudios bien fundamentados, que los antocianos tienen una gran capacidad protectora frente a enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer. Lamentablemente, contra el párkinson no existen evidencias que demuestren la misma eficacia. En el caso de la cúrcuma, polifenol amarillo que reside en el curry y en el azafrán, no conozco datos definitivos sobre la prevención del alzhéimer”, dice Rosa María Lamuela, doctora en Farmacia y profesora titular de Nutrición y Bromatología de la Universidad de Barcelona.
Para el neurobiólogo Ignacio Torres, del Instituto Cajal, “cualquier alimento saludable para el corazón también lo será para el cerebro. Lo mejor es ingerir comidas menos calóricas de lo que impone nuestro ritmo de vida actual”. Por su parte, Carlos Pérez añade que “el intestino debe funcionar bien. Si sufre una inflamación de bajo grado, se llega a bloquear la cadena enzimática que produce la serotonina. Y un nivel insuficiente de serotonina se relaciona con la aparición de algunos tipos de depresión. Hay nutrientes inflamatorios porque los llevamos consumiendo desde hace solo 5.000 años, unas 200 generaciones: la leche, los cereales, el pan y la bollería. Deberíamos volver a los alimentos antiinflamatorios que ya conocíamos hace dos millones de años, unas 76.000 generaciones: el pescado, la carne, las frutas, las verduras y los frutos secos”.
Eduardo Angulo, biólogo celular y profesor de la Universidad del País Vasco (UPV), señala que cocinar fue el acto que nos hizo realmente humanos. Salimos del mar y convertimos los árboles en nuestro hogar. “Pero con el cambio climático, bajamos a tierra y empezamos a comer insectos, caracoles y carroña.
Luego, descubrimos los tubérculos y el tuétano rompiendo los huesos de los animales. Ambos alimentos son bombas energéticas que ayudaron a reducir el tamaño del tubo digestivo y suministraron más recursos para que creciera la corteza cerebral. Cuanto más aporte energético, menos tiempo empleaban en seguir buscando comida. Los homínidos crearon nuevas estrategias que pasaban por crear herramientas de caza. Pensemos que, a falta de cerámica, seleccionaban y cocían dentro del estómago del animal las partes que luego comían. Este acto ya significa cocinar”.
Desde que bajamos a tierra, nunca dejamos de comer insectos. De hecho, en todo el mundo se consumen más de 1.500 especies de artrópodos, entre los que destacan saltamontes, abejas, escarabajos y hormigas. Según la Organización de las Naciones Unidas para la agricultura y la Alimentación (FAO), los insectos suponen un buen control biológico contra las plagas, y sobre todo, son muy nutritivos, una gran fuente de proteínas que ahora se ha demostrado que son fundamentales para mantener la buena salud de la memoria a largo plazo.
Paladear con cerebro
“Comer implica una doble función. Alimenta y da placer. Y cuando comemos algo hasta saciarnos, ya no resulta placentero su consumo. El menú es variado, hace que nuestra apetencia se mantenga intacta […]. La explicación la encontramos en la corteza orbitofrontal, donde muchas células reciben información sobre el olor, el sabor, la textura y la visión”, señala Javier Cudeiro, catedrático de Fisiología de la Universidad de A Coruña y autor del reciente libro Paladear con el cerebro (Los libros de la Catarata).
El olfato, por ejemplo, es un sentido que se encuentra íntimamente ligado al disfrute de la comida, y cuando un olor entra por vía retronasal, se percibe como algo ingerido por la boca. Se proporciona así tal cantidad de información al cerebro que el efecto saciante resulta extraordinario, como descubrió Ferran Adrià en 1997, cuando inventó la Espuma de humo. El famoso cocinero explica para Quo: “En el Bulli siempre nos gustó hacer reflexionar al cliente, buscar la provocación. Es lo que llamamos sexto sentido. Y para hacer posible el sexto sentido, el cerebro es primordial. Se trataba de una espuma de agua ahumada con pan crujiente, escamas de sal y aceite de oliva virgen extra”. Todo un desafío que logra alimentar el cuerpo, la mente y la imaginación.