En los últimos años, el adjetivo saludable del vaso de leche se ha ido destiñendo como consecuencia de la obsesión por el recuento de calorías, la alerta del colesterol y una conciencia cada vez mayor de la intolerancia a algunos de sus ingredientes. Sobre todo a su azúcar, la lactosa, y a ciertas proteínas. En un mundo con sustitutos para cualquier necesidad, en seguida apareció el extracto líquido de soja, cuyos comercializadores tuvieron el inmenso acierto de bautizar como leche de soja. Una licencia léxica –ya que su procedencia no es animal– dirigida a dejar claras sus aspiraciones como sustituto del “zumo de vaca”.
En un principio solo encontró acogida entre vegetarianos y sufridores de intolerancias, sobre todo porque su regusto legumbroso seguía delatando el parentesco con los guisantes. Pero las modificaciones destinadas a agradar paladares le fueron abriendo hueco en estómagos y estanterías. La leche de soja es ahora la principal alternativa a la de vaca. Ofrece más proteínas, con un menor aporte de grasas, y estas son no saturadas (de las buenas).
Sus ácidos no saturados favorecen el cuidado del corazón
Sin embargo, no termina de solventar el problema de las alergias, ya que algunas de sus proteínas también las despiertan, y no está claro que otras de sus sustancias resulten inocuas para los niños. Concretamente los fitoestrógenos, de acción similar a la de las hormonas femeninas. “Pueden beneficiar a las mujeres en la menopausia, pero no se conocen los efectos de una cantidad incontrolada y un consumo prolongado en el organismo infantil”, explica la investigadora Chelo González, de la Universidad Politécnica de Valencia. Su equipo estudia, por eso, la elaboración de yogures a partir de otros productos agrícolas: almendras, avellanas y avena.
Precisamente, algunos de los ingredientes de las bebidas vegetales, junto al arroz, el coco y la espelta.
Natalia Toro, del Departamento de Nutrición y Bromatología de la Universidad de Barcelona, afirma que, en general “aportan fibra y esteroles vegetales de los que carece la leche de vaca, no contienen lactosa ni colesterol y son ricas en ácidos insaturados, que las hacen adecuadas para una dieta que nos proteja de las enfermedades cardiovasculares”. Sin embargo, se quedan cortas en su oferta de calcio, y por eso, muchas se comercializan ya enriquecidas con este mineral.
Uno de los escollos que han de superar es el del sabor, precisamente porque tendemos a compararlo con el aroma lácteo. Las de ingredientes habituales en nuestra dieta, como la avellana y la almendra, lo tienen más fácil. Pero la avena, por ejemplo, nos resulta más extraña de asumir. Algo que los fabricantes intentan contrarrestar “añadiendo a veces azúcares, vitaminas D y B12, y otros aditivos. Pero también con tratamientos térmicos”, explica Toro, quien advierte de que estos “pueden afectar a sus componentes nutritivos, como la vitamina E y otros antioxidantes importantes”.
Pero las empresas aún pueden buscar otras vías para hacérnoslas más agradables, ya que, según un estudio de Kantar Ibérica, los lácteos son los alimentos en que mejor aceptamos las novedades.