En la Feria de Anticuarios de Londres se ha subastado un volumen original de La pequeña Dorrit firmado por su autor, Charles Dickens y dedicado al escritor de cuentos infantiles Hans Christian Andersen. Ambos admiraban sus respectivas obras y mantuvieron una larga relación epistolar. Hasta que un día de 1857, Dickens recibió una carta en la que su amigo Andersen le anunciaba que tenía que visitar Londres para atender a un negocio, y le pedía permiso para alojarse en su casa por unos días. “Prometo no ser un gran estorbo”, afirmaba el escritor danés. Dickens, por supuesto, le abrió las puertas de su casa. ¡Desdichado!
Un “aburrido saco de huesos”
Quizás Andersen debió haber concretado un poco más lo que él entendía por “unos cuantos días”, ya que cinco semanas después de su llegada, seguía enquistado en la residencia de Dickens. Además, tampoco se puede decir que fuera uno de esos huéspedes cuya presencia alegra la vida de cualquier casa. Porque durante su estancia en Londres, Andersen habló poco, muy poco. En una biografía sobre el escritor inglés escrita por Jane Smiley, se cuenta que, nada más levantarse, Andersen se dirigía al comedor, se sentaba a la mesa familiar y sin decir palabra devoraba su desayuno, dejando asombrados a sus anfitriones que veían cómo el danés, pese a su famélica delgadez, podía zamparse de una sentada media docena de huevos y otras tantas lonchas de bacon. Luego, sumido siempre en un hermético silencio, se dirigía al salón a leer la prensa. Esa actitud sacaba de quicio a la familia del autor de Oliver Twist, sobre todo a su hija que llegó a bautizar a Andersen con el apodo de “aburrido saco de huesos”. Intuyendo que la cosa iba para largo, Dickens intentó sugerirle de forma sutil a su incómodo huésped que su visita ya duraba demasiado. Pero debió de pasarse de sutil, porque Andersen no se dio por enterado. Finalmente, cuando ya hacía dos meses de la llegada del danés, su anfitrión entró en su habitación y le escribió en el espejo un mensaje que no dejaba lugar a dudas: “Hans Christian Andersen pasó aquí ocho semanas, pero a sus propietarios les pareció una eternidad”. Aquella noche, el cuentista le contó a Dickens la verdad. Estaba arruinado y lo del viaje de negocios era una patraña para encontrar un lugar en el que vivir una temporada. Compadeciéndose de su situación, el británico le permitió quedarse dos semanas más en la casa. Cuando finalmente se marchó, nadie salió a la puerta a despedirle.
Un insufrible cuñado de Franklin
Tal vez si Charles Dickens hubiera conocido la biografía de Benjamin Franklin se habría ahorrado muchos disgustos, porque el político y científico americano fue uno de los primeros en alertar contra los huéspedes gorrones, al afirmar: “Las visitas a partir del tercer día hieden”. No digamos entonces a partir del tercer mes.
En 1730, Franklin se casó con Deborah Read, una viuda joven, atractiva y encantadora. Lo malo es que la joven tenía un hermano crápula (Robert Read), jugador y pendenciero, que sobrevivía en un mar de deudas. Y cuando la situación económica de la pareja mejoró notablemente,?se les pegó como una lapa.
Deborah sentía veneración por su hermano, así que el científico tuvo que abrirle las puertas de su hogar. Así comenzó su infierno. Porque tres meses después, Robert seguía instalado en el domicilio conyugal. Por si eso fuera poco, Mr. Read frecuentaba los salones de juego de Washington y usaba el nombre de Franklin para conseguir crédito. Así, Benjamin se vio muy pronto dispensando cheques para cubrir las deudas de su cuñado.
Pero la situación se hizo insostenible cuando Robert Read sedujo a la mujer de un congresista amigo de Franklin. Así, se cuenta que un día el marido burlado visitó al inventor y le dijo: “El profundo respeto que siento por usted y su mujer es lo único que me impide darle su merecido a ese canalla”. Al oir aquello, Franklin puso su mano sobre el hombro de su amigo y le respondió: “Pues no nos respete tanto”. Aquella noche, cuando Robert Read regresaba de una partida, un grupo de sicarios le asaltó en la calle y le molió a palos amenazándole con hacerle algo peor si no abandonaba la ciudad.
Redacción QUO