Todavía hoy se siguen aconsejando dichas intervenciones en síndromes como la extrofia cloacal –ausencia de desarrollo de los genitales externos–, a pesar de existir informes de seguimiento en contra. Uno de ellos es el de William Reiner y John Gearhart, de la Universidad Johns Hopkins en Baltimore, Maryland, que investigó a 14 niños con extrofia. Todos los pequeños, con edades comprendidas entre los cinco y los dieciséis años, habían pasado por reasignación de género al nacer, para convertirse en niñas. Ocho de ellos, educados como niñas, se identificaban a sí mismos como varones y tenían actitudes e intereses masculinos. Cuatro de esos ocho habían proclamado espontáneamente su masculinidad durante la infancia, aun cuando no sabían que habían nacido varones. Tres de los 14 realmente no se sentían ni niños ni niñas, y otros cinco vivían como chicas. Por suerte, actualmente un sector de la medicina está más concienciado con el sufrimiento que conllevan los problemas de asignación de género, como ocurre conn la trasexualidad, y defienden que, una vez definida la identidad sexual por parte del individuo, se inicie la reasignación de sexo cuanto antes. De hecho, el pediatra Norman Spack ya ha creado una primera clínica dentro del Hospital Infantil de Boston para iniciar tratamientos de cambio de sexo a partir de los siete años. Según Spack, cuanto más jóven sea el paciente, más fácil será utilizar terapias hormonales para frenar el desarrollo de los caracteres secundarios de su sexo biológico. ¿Un hombre es hombre por su naturaleza o porque su entorno le ha enseñado a “comportarse” como tal? ¿En esto del género es la naturaleza la que realmente manda? ¿Venimos predefinidos biológicamente o somos una tábula rasa? Esta es la eterna pregunta. Según la mayoría de los estudios realizados, el mayor peso en la adquisición del género lo tienen los factores genéticos y hormonales, pero estas variables biológicas no son, ni mucho menos, absolutamente condicionantes. El hombre y la mujer no solo nacen, también se hacen. Además, todos somos ejemplos imperfectos de una mezcla de lo femenino y lo masculino desde el útero materno.
¿Existen diferencias?
Ya vemos cómo, con la ausencia de una sola enzima, la reductasa, aparece el síndrome de insuficiencia androgénica –falta de hormonas masculinas– y si falta una determinada proteína nacen bebés con el síndrome de Morris, es decir, niñas fenotípicamente perfectas, pero con carga cromosómica masculina. Todos esos condicionantes vuelven a poner sobre la mesa el pretendido abismo entre feminidad y masculinidad. Si los humanos somos en un 80% agua, podríamos decir que los varones, son, aunque algunos se resistan, un 90% mujeres. Permitir descubrir nuestra “etiqueta” y admitir las posibilidades intermedias es nuestra tarea para el futuro. Pero ¿po­dríamos llegar a criar a los niños sin etiquetas, educarlos simplemente como personas? ¿Seríamos capaces los adultos de hoy de construir una sociedad en la que la confrontación de sexos no se produjese desde la más tierna infancia? Desde luego, si acabásemos con la guerra de los sexos, el mundo sería más complejo; pero, tal vez, más feliz.

Redacción QUO