Es posible que atesores los regalos del Día del Padre como joyas, que diseñes tus propias camisetas, o que dediques tres semanas a construir una mesilla de noche que, con un poco de suerte, no cojea. Serán, con toda probabilidad, los objetos que más valores de entre tus pertenencias. La ortodoxia económica dicta que debemos dar más valor a los artículos que nos ahorran trabajo. A medida que nos identificamos cada vez más como ricos en dinero y pobres en tiempo, deberíamos estar preparados para gastar más del primero y ahorrar del último. Pero esta lógica no siempre funciona.

Que sea más sencillo no implica que nos parezca mejor
“La gente tiene una idea muy arraigada de que esfuerzo es igual a calidad”, dice el economista del comportamiento Michael Norton, de la Harvard Business School en Boston, Massachusetts. Se trata de una noción que parece embebida en la psique animal. En 1962, los psicólogos Douglas Lawrence y Leon Festinger, de la Universidad de Stanford en California, demostraron que si a las ratas se les ofrecía la misma recompensa de comida, se mostraban más ansiosas por subir una rampa de una inclinación de 50 grados que de conseguir ese mismo premio escalando una rampa menos pronunciada, de solo 25 grados.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, esta ha sido una regla básica: cuanto más trepas por el árbol, más y mejor fruta recoges; simplemente, porque es menos accesible.

Las cosas empezaron a torcerse para los humanos durante la Revolución Industrial. Muchas de las tareas esenciales para la supervivencia se automatizaron. Pero nuestros procesos mentales evolucionan más despacio, de modo que esa sencillez nos provoca confusión, y eso deja la puerta abierta al marketing. “Puedes hacer que la gente crea que si le pone algo de esfuerzo, el resultado tiene más calidad”, dice Norton.

A este fenómeno se le ha dado el nombre de “efecto IKEA”. El mayor vendedor de muebles del mundo es un maestro a la hora de desplazar costes laborales al comprador y obtener a cambio prestigio.

El año pasado, Norton y sus colegas Daniel Mochon y Dan Ariely se dispusieron a averiguar exactamente cómo.
En una serie de experimentos, pidieron a los voluntarios que ensamblaran cajas de IKEA (una tarea aburrida y banal) o que se involucraran en actividades más agradables, como plegar papeles para hacer figuras de origami o construir escenarios con Lego. Después, los participantes tenían que pujar pequeñas sumas, bien por los productos elaborados por ellos mismos, bien por un equivalente realizado por un experto. Los resultados fueron impresionantes. La gente pujaba considerablemente más por sus propias creaciones, incluso aunque fueran simples cajas de IKEA. En cuanto al origami, apoquinaban casi tanto por su triste rana o pájaro como por el mismo animal realizado por un experto, incluso aunque otros participantes calificaran sus esfuerzos como “papel arrugado sin valor”. Pero ¿realmente es el acto de crear algo lo que incrementa nuestro sentido de su valor? Una interpretación distinta es la que aportó el economista Richard Thaler en 1980.

Culto al artesano
Conocida como efecto de certidumbre (endowment effect), dicta que tendemos a pedir más dinero para desprendernos de una posesión de lo que estamos dispuestos a pagar por adquirirla de nuevas. Este efecto se intensifica cuanto más tiempo pasamos con algo, y se produce aunque se trate de un objeto que hemos hecho nosotros mismos.
El efecto IKEA también podría ayudar a explicar por qué vuelve el culto por el artesano. Hoy día proliferan sitios web en los que pagas más por trabajar más, desde mezclar tu propio muesli a diseñar tu propia camiseta. Según Martin Schreier, que estudia innovación y marketing en la Universidad Bocconi de Milán, Italia, dichos sitios satisfacen dos de las necesidades básicas humanas: permiten que la gente consiga “hacerlo a la medida”, y además requieren que inviertan esfuerzos en el proceso productivo, lo que provoca que tengan en más estima los objetos que consiguen.

Los experimentos de Schreier han demostrado que la gente está dispuesta a pagar el doble por un producto elaborado a su gusto antes que por otro idéntico pero hecho en serie.

Teniendo en cuenta esta realidad: ¿se podría utilizar la desmesurada estimación que tenemos por los frutos de nuestro propio esfuerzo como herramienta de motivación en el lugar de trabajo? Martin Schreier cree que sí.

Como Karl Marx apuntó, otro de los efectos de la Revolución Industrial fue dividir el proceso de producción y asignar a cada trabajador una parte de él, lo que significa que nadie tenía la satisfacción de completar un proceso que había iniciado. Una forma de volver a capturar esa satisfacción, incluso en los procesos más banales y repetitivos, podría ser hacer que los trabajadores se centraran no en una sola tarea, sino que siguieran los productos a través de cada etapa de la línea de producción.

El síndrome de ‘No inventado aquí’
Pero explotar el efecto IKEA en las empresas podría albergar peligros, según advierte Norton: “Cuando desarrollas las cosas tú mismo, crees que son mejores, y por tanto no te es posible contemplar el valor de las ideas de los demás”, dice. Es el llamado síndrome de “no inventado aquí” (NIH por sus siglas en inglés: not invented here), por el que las empresas rehúsan adoptar productos o ideas que se generan fuera, aunque eso les acarree a corto o largo plazo una desventaja competitiva. Cuando Steve Jobs y Steve Wozniak se dirigieron a Atari y a Hewlett-Packard en la década de 1970 con su idea de un ordenador personal, a los dos intrusos se les mostró la puerta sin reparos. Después, los dos emprendedores crearon Apple y se cuidaron mucho de cometer el mismo error.

Estas maquinaciones corporativas pueden parecer a años luz de la vida diaria bajo sus oropeles, pero podría resultar que son productos de la misma motivación atávica. Es algo sobre lo que merece la pena meditar ante una buena taza de té. Pero háztela tú mismo. Después de todo, tú eres el único que sabes cómo te gusta de verdad.

Redacción QUO