Pero si este tipo de iniciativas son posibles en el mundo del cine o de la literatura, donde el acto creativo está sometido a unas poderosas estructuras industriales, resultan impensables en el mundo de la pintura o la escultura, donde la elección del título de una obra es responsabilidad absoluta del artista, que, a veces, incluso se permiten las mayores extravagancias que se puedan imaginar. Picasso, por ejemplo, estuvo a punto de llamar El burdel filosófico, al lienzo que hoy conocemos como Las señoritas de Avignon; Paul Gauguin le puso ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos? a una pintura que reproduce una escena de los nativos de Haití; y el escultor británico Damien Hirst bautizó La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo a una obra que no consiste más que un tiburón en formaldeido. “Los artistas eligen sus títulos para provocar, irritar, orientar o explicar. Para causar una reacción en el espectador”, asegura el historiador del arte Leo Stinberg. “Hasta una obra que se llama Sin título, ya está sugiriendo un significado”. De una opinión similar era el pintor Jason Pollock, quien consideraba que el título de una obra era: “Como las ropas que nos ponemos al salir a la calle. Lo dicen todo de nuestra personalidad”. Desde un punto de vista más pragmático, el artista gráfico John Baldessari considera que el título es un factor decisivo para ayudar a vender una pieza a un coleccionista. “Una pintura abstracta en azul y amarillo será mucho más atractiva para un potencial comprador si se llama Sol y océano y un desnudo femenino será más tentador si lo titulamos como un poema de Pablo Neruda, No te quiero sino porque te quiero”. Lo que desconocemos es si a Baldessari llamar a una de sus obras: Mi corazón pertenece a Dadá pero conozco a Motherwell, le ayudó realmente a venderla mejor.
Eastwood se lio con tantos errores
Pero que un autor logre el milagro de encontrar un título mágico para su obra no significa que vaya a ser universalmente conocida por ese nombre. Porque cuando un libro o una película se traducen a otros idiomas es habitual que se llame de modo diferente. En ocasiones esos cambios están justificados. Es el caso de Some like it hot (1959), conocida en nuestro país como Con faldas y a lo loco. El parecido del título español con el americano es inexistente, pero se debe a que el original es una expresión de slang que solo tiene significado para los aficionados al jazz. Aunque lo habitual es que las “traducciones” se hagan siguiendo criterios caprichosos que han dado lugar a múltiples desaguisados. Uno de los que más carcajadas ha causado fue el de uno de los primeros westerns de Clint Eastwood, Hang´em high (1968), que quiere decir Colgadles alto, y que en español se convirtió en Cometieron dos errores. Algo bastante chocante, cuando Clint se pasaba media película diciéndole a los malos: “Cometísteis tres errores, chicos”. Pero ni siquiera cuando el título original del filme está en español se logra evitar hacer el ridículo. Es el caso de Vértigo (1958), ya que ese es el nombre con el que la película de Hitchcock se estrenó en EEUU. Aún así, aquí la rebautizaron de forma delirante: De entre los muertos. En otros casos el resultado es tan torpe que revela un misterio que no debería conocerse hasta el final. Como Rosemary´s baby (1968), convertida en La semilla del diablo, desvelando así que el bebé de la protagonista es el hijo de Satán. Lo mismo que si a El sexto sentido la hubieran llamado El muerto que no sabía que lo estaba. Pero no quería acabar estas líneas sin una nota positiva. Por eso mencionaré un libro de reciente publicación que trata sobre una materia que solo interesará a un público muy específico, pero cuyo título es tan llamativo que hace que todo el mundo pose su mirada en él. El libro se llama Brad Pitt y Epi son la misma persona. Y su padre es Supermán. Y trata sobre los actores de doblaje españoles. Lo dicho, titular a veces es todo un arte.
Redacción QUO