En 1610 se celebró en Logroño el juicio por brujería más célebre de la historia de nuestro país. Cuarenta personas, en su mayoría mujeres, vecinas del valle navarro de Zugarramurdi, comparecieron ante el Tribunal de la Inquisición. Pero la cadena de tortuosos hechos que llevaron a estas personas ante el Santo Oficio había comenzado un año antes y al otro lado de los Pirineos, en Labort, territorio incluido en el llamado País Vasco Francés.

Una oleada de pánico

En 1609, Pierre de Lancre, un jurista francés y alto miembro de la corte del rey Enrique IV, fue enviado al vizcondado de Labort con la misión de purgar el país de supuestas brujas y hechiceros. Desde su tribunal, instalado en el castillo de Saint-Pée-sur-Nivelle, el juez ordenó en solo un mes la ejecución tras tortura de cerca de 200 personas acusadas de brujería. Inicialmente sus víctimas fueron mujeres, pero posteriormente procesó y condenó también a niños, e incluso a sacerdotes. Lancré tenía como ayudante a una bruja arrepentida que afirmaba tener el poder de reconocer a otra hechicera únicamente con mirarla a los ojos. En el transcurso de un año, las víctimas ascendieron hasta rondar el millar, y el pánico se desató en la región.

Centenares de personas, huyendo de aquella persecución, cruzaron los Pirineos y buscaron refugio en los territorios de Navarra, Euskadi y Aragón. Tal y como relata Julio Caro Baroja en su libro Las brujas y su mundo, la hechicería era por aquel entonces un fenómeno erradicado en el territorio navarro.

[image id=»61454″ data-caption=»’’Volando al aquelarre’’ las leyendas dicen que para volar como en este grabado de Goya, las brujas frotaban sus escobas con ungüentos mágicos» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Casi un siglo antes, en 1525, se había producido en aquellas tierras una caza de brujas sobre la que se conservan muy escasos documentos oficiales. Los pocos que se refieren a ella hablan de la muerte de alrededor de doscientas personas acusadas de practicar la magia y los hechizos. Después, el asunto cayó en el olvido.

Once personas fueron quemadas en Logroño. Cinco de ellas en efigie, pues ya habían fallecido durante el proceso

Pero la llegada de los refugiados franceses desató en 1609 lo que los historiadores han definido como una epidemia de brujomanía. Concretamente, en el caso de Zugarramurdi los hechos explotaron con la aparición de una mujer llamada María que venía huyendo de Francia con su padre. Aterrorizada y sin sentirse a salvo en suelo español, la joven acudió a las autoridades locales para confesar a cambio de protección que: “Una mujer la persuadió a que fuere con ella a un campo donde se holgaría mucho, industriándola en lo demás que había de hacer, y dándole noticias de cómo había de renegar, y habiéndola convencido la llevó al aquelarre, y puesta de rodillas en presencia del demonio y de otros muchos brujos que la tenían rodeada, renegó de Dios, y recibió por dios y señor al demonio”.

El asesinato de un Conde

María comenzó a denunciar a diversos vecinos. Contó que un pastor llamado Miguel de Goyburu era el encargado de raptar a los niños por las noches y llevarlos a los aquelarres. Al enterarse de la historia, el padre de uno de los críos fue a buscar al pastor y, poniéndole el cuchillo en el cuello, le obligó a confesar. Miguel acabó siendo acusado de ser el “rey de los Brujos”, y su esposa, Graciana de Barrenechea, “reina de los aquelarres”. Las hijas del matrimonio también fueron implicadas.
Las acusaciones comenzaron entonces a sucederse en cadena. Ya no era solo la recién llegada, sino que otros lugareños afirmaban ser visitados por brujas (o sorguiñas, que se las llamaba en Navarra) mientras dormían. Y los propios acusados, buscando la clemencia de las autoridades, se lanzaban a denunciar a sus vecinos.

Todo esto coincidió de forma casual con un suceso sangriento: la muerte de un noble local, el conde de Aguilar, asesinado y descuartizado por una curandera ciega y su discípulo, a los que había acudido en busca de una poción para rejuvenecer.Aquella espiral de sucesos hizo que un comisario de la Santa Inquisición fuera enviado a Zugarramurdi para iniciar unas pesquisas que culminaron con la denuncia de quinientas personas ante el tribunal de Logroño. Finalmente, cuarenta de ellas fueron juzgadas en un proceso celebrado en otoño de 1610 y presidido inicialmente por los inquisidores Alonso de Becerra y Juan del Valle.

Salazar y Frías: el buen inquisidor

Becerra y Valle eran dos personajes que respondían al perfil de lo que llamaríamos fanáticos. Creían firmemente en la existencia de la hechicería y estaban convencidos de que se necesitaba una respuesta ejemplar para erradicarla.
Pero en la historia hizo su aparición un tercer personaje cuya influencia iba a ser decisiva en los acontecimientos futuros: Alonso Salazar y Frías. Este clérigo estaba considerado, según el historiador Gustav Henningsen, la máxima autoridad de su época en derecho canónico. Por ese motivo, su superior, el arzobispo de Toledo, le designó como tercer inquisidor al tribunal de Logroño, con la intención de que investigara con detenimiento aquella epidemia de brujería.Cuando Salazar llegó a Logroño, el proceso ya estaba muy avanzado.

El inquisidor Salazar y Frías fue acusado de estar bajo la influencia del demonio por creer en la inocencia de los reos

De hecho, los otros dos jueces ya habían decidido condenar a muerte a trece de las persona inculpadas. Hay que aclarar que cinco de ellas serían ejecutadas post mórtem, pues habían fallecido durante el proceso víctimas de las torturas o por suicidio, como el que cometió una de las acusadas, Margarita de Jauri, que se arrojó al agua y prefirió morir ahogada antes que seguir soportando los tormentos que le infligían.
Nada más comenzar a revisar los testimonios de los condenados, Salazar manifestó sus dudas sobre su credibilidad. Tanto que llegó a afirmar: “¿Cómo poder documentar que una persona, en cualquier momento, vuele por el aire y recorra 700 km en una hora; que una mujer pueda salir por un agujero por el que no cabe una mosca; que otra persona pueda hacerse invisible a los ojos de los presentes o sumergirse en el río o en el mar y no mojarse; o que pueda a la vez estar durmiendo en la camay asistiendo al aquelarre… o que una bruja sea capaz de metamorfosearse en tal o cual animal que se le antoje, ya sea cuervo o mosca? Estas cosas son tan contrarias a toda sana razón que, incluso, muchas de ellas sobrepasan los límites puestos al poder del demonio”.

[image id=»61455″ data-caption=»’’La procesión de la cruz verde’’ tras un proceso inquisitorial, el reo participaba en un acto llamado auto de fe, que podía simbolizar: su retorno al seno de la iglesia, si la sentencia era absolutoria, o su condena por herejía.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

En un primer momento consiguió que los otros dos jueces dieran su brazo a torcer y accedieran a indultar a dos de las condenadas. Pero el burgalés no se sintió satisfecho y cuestionó todas las sentencias, afirmando que las declaraciones de los acusados eran contradictorias y disparatadas, y que muchas de ellas solo podían haber sido realizadas bajo coacción y tortura. Aquello acabó con la cordialidad en el tribunal, y Becerra y Valle advirtieron a su colega (tal y como escribe Caro Baroja): “De que no conseguiría un momento de tranquilidad si no se sujetaba en todo a la opinión de ellos, advertencia queno quedó en vacía amenaza”. Efectamente, el propio inquisidor, sintiéndose amenazado, llegó a escribir al arzobispo de Toledo para pedirle su protección: “Mis colegas dicen que ciego del demonio defiendo yo a los brujos”.

Una investigación minuciosa

El ocho de noviembre de 1610, las once personas condenadas fueron quemadas en la Plaza Mayor de Logroño. Cinco de ellas, como hemos dicho, en efigie, ya que habían fallecido con anterioridad. Pero las llamas de la hoguera no pusieron fin a aquella historia. Finalizado el proceso, y no satisfecho con el resultado, Alonso de Salazar y Frías se trasladó a Zugarramurdi para investigar personalmente los hechos allí acaecidos. Primero interrogó a los niños que supuestamente habían sido conducidos por las brujas a los aquelarres mientras dormían. Salazar estaba convencido de que sus relatos eran simples pesadillas, y el hecho de que las de todos ellos fueran idénticas lo atribuyó, según sus propias palabras, a una “epidemia onírica”. Lo que la psicología actual define como “sueños estereotipados”.

[image id=»61457″ data-caption=»’’Terror infantil’’ tal ycomo se ve en este otro Capricho de Goya, muchísimos niños sufrieron pesadillas en las que veían ritos de hechicería.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

El inquisidor probó también los supuestos ungüentos que fabricaban las brujas y a los que se atribuía todo tipo de poderes –entre ellos, el de volar–, y comprobó que eran inocuos. Y conforme avanzaba su investigación, el inquisidor se convencía cada vez más de que todas las historias de brujería eran simples habladurías, tal y como llegó a escribir: “¿Hemos de creer que en tal o cual ocasión determinada hubo brujería solamente porque los brujos así lo dicen? No, naturalmente, no debemos creer a los brujos, y los inquisidores no deberán juzgar a nadie a menos que los crímenes puedan ser documentados con pruebas concretas y objetivas”.
Pruebas. Eso era lo que exigía el religioso. Y buscándolas pasó casi un año entero recorriendo los valles de Navarra y el País Vasco. Para su sorpresa, cuando finalmente regresó a Logroño se encontró con que la epidemia de brujomanía había llegado a su nivel más alto, y que alrededor de cinco mil personas habían sido denunciadas ante el tribunal.

Salazar presentó los resultados de su minuciosa investigación, en la que concluía que todos los casos eran pura superchería y aportaba pruebas de que la hechicería era un fenómeno casi inexistente en la zona antes de la llegada de los refugiados franceses; que todo se debía a una ola de histeria colectiva. “No hubo brujos ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar y escribir de ello”, defendió con rotundidad el inquisidor burgalés.
el silencio es la mejor arma

Tal y como relata el historiador holandés Gustav Henningsen, sus informes fueron remitidos a Madrid y, tras estudiarlos, el Consejo General decretó la suspensión del proceso e indultar a los encausados. Salazar consiguió, además, que se utilizase el silencio como el mejor mecanismo contra la expansión de la brujería. “Su gestión evitó la hoguera a miles de personas vinculadas a la brujería cien años antes que en el resto de Europa”, afirma Henningsen, y añade: “En adelante, la mayoría de las personas acusadas de hechicería fueron castigadas a penas leves, cuando no declaradas inocentes. El mundo siempre tendrá necesidad de alguien que se atreva a desenmascarar al verdugo: de hombres como Salazar”.

Redacción QUO