Imposible evitarlo. Cuando alguien se dirige a ti en público, algo empieza a arder en tu interior hasta que tus mejillas te delatan. El sonrojo, al igual que otros comportamientos humanos como el bostezo, el hipo y el picor nos resultan tan incontrolables como difíciles de explicar. Sin embargo, los científicos han encontrado en ellos, además de su explicación biológica, la clave a otros misterios fisiológicos, e incluso al proceso de evolución social de nuestra especie. Empecemos por el bostezo, un gesto que compartimos con los animales y cuya característica más llamativa es su carácter contagioso. Cuando vemos a alguien bostezar, nuestro cuerpo es arrastrado por un poder de imitación al que es casi imposible resistirse. De hecho, es muy probable que con solo nombrarlo ya estés empezando a abrir la boca. Pero ¿qué función tiene? Pues, según la última investigación al respecto realizada por Gary Hack (Universidad de Maryland) y Andrew Gallup, de Princeton, su cometido podría ser la de “refrigerar” el cerebro. Parece que al bostezar las paredes del seno maxilar se expanden y contraen, lo que bombea aire al cerebro y baja su temperatura. Incluso, según la teoría de un grupo de psicólogos de la Universidad de Albany, en Nueva York, la función de este oxígeno extra al cerebro podría tener el objetivo final de mantenernos alerta y evitar que nos durmamos. Según este estudio, el contagio podría tener la función de evitar que quienes estén a nuestro alrededor caigan vencidos por el sueño o la fatiga. Aunque aún no hay consenso científico al respecto.
Otro de los enigmas que se nos resiste desde tiempos de Charles Darwin es el porqué del rubor de las doncellas. En su estancia en Tierra del Fuego a bordo del Beagle, el científico comprobó que las mujeres de piel oscura también se sonrojaban. Así que dedicó un capítulo de La expresión de las emociones en el hombre y los animales a este fenómeno. ¿Qué lo producía? ¿Qué ventajas evolutivas tenía? “El hecho de que el rubor sea invisible en las personas con piel oscura lo descarta como señal sexual eficaz”, reflexionaba el propio Darwin. Al final solo llegó a una conclusión: “El sonrojo es debido a la costumbre humana de pensar lo que otros piensan de nosotros”, pero ni él mismo se conformó con esta explicación. Según el profesor Frans de Waal (Universidad de Emory en Atlanta), ruborizarse podría ser la señal que comunica a los demás que somos conscientes del impacto de nuestras acciones. Pero más de un siglo después de las pesquisas de Darwin, seguimos sin saber el porqué de la perpetuación de este signo, que no nos da aparentemente ninguna ventaja evolutiva.
También se desconoce el porqué del hipo. Este fenómeno que se produce cuando, al inhalar aire, el diafragma sufre un espasmo y se cierra la epiglotis (la trampilla que protege el espacio entre las cuerdas vocales). Lo experimentamos, por primera vez en torno a las ocho semanas de gestación, y también sabemos que el hombre tiene nueve veces más posibilidades de padecerlo que la mujer. Está documentado el caso de un hombre en EEUU que lo sufrió ininterrumpidamente hasta los 67 años.
Sin embargo, sí empezamos a conocer las funciones de otros de estos gestos, como el picor y las cosquillas. El primero es el resultado de un sistema de defensa de nuestro organismo que, cuando detecta una agresión, libera una serie de sustancias que nos invitan a rascarnos. De hecho, últimamente se ha descubierto que tenemos una neuronas específicas para detectar el picor, y está demostrado que al rascarnos bloqueamos las vías neuronales del dolor y los recuerdos desagradables. En cuanto al segundo, según el neurocientífico de la Universidad de Maryland Robert R. Provine en su libro La risa: una investigación biomédica: “Las cosquillas son un mecanismo de cohesión social entre compañeros y contribuyen a estrechar las relaciones”. Además, parece que las zonas donde sufrimos más las cosquillas son también las más vulnerables de nuestra anatomía. Así que durante el juego de las cosquillas podríamos estar aprendiendo a protegerlas.
Redacción QUO
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