El cineasta húngaro Charles Vidor creó a Gilda, una mujer carismática que hace y deshace a su antojo. Y la dotó de un legendario e inolvidable embrujo. Los textos bíblicos concibieron a una Eva que lleva a Adán a la perdición, y a la implacable y vengativa Salomé, quien subyuga a su padrastro hasta conseguir que le sirvan en bandeja la cabeza de Juan el Bautista.
Son solo algunos de los iconos de mujer fatal, amenazante y erótica, que han poblado la literatura o cualquier otra expresión artística. En su Libro de la mujer fatal, la escritora Marta Sanz reúne dieciséis fragmentos de la literatura mundial sobre “mujeres mortíferas que cautivan y repelen”, y cuya principal destreza es “destrozar la vida de un hombre”. Sanz recuerda a la instintiva Carmen de Mérimée; el exuberante personaje femenino de Raymond Chandler y la intrigante y sabia marquesa de Merteuil, en Las amistades peligrosas.

Los mismos rasgos que hacen del hombre un hábil seductor, en la mujer se vuelven estigma

Usted tiene ojos de mujer fatal
Marta Sanz ha estudiado el porqué de este inquietante icono femenino: “Siempre son creaciones de hombres y encarnan los miedos de los hombres, pero por otra parte, las mujeres las asumimos como un concepto de lo que somos, y eso es lo que las hace más atractivas”. Jardiel Poncela tituló con esta frase una de sus grandes obras: “Usted tiene ojos de mujer fatal”. Se trata de la expresión que utilizaba el seductor Sergio para enamorar mujeres. “Es una visión que nosotras asumimos pacíficamente”.

Este arquetipo lujurioso y maligno se presenta con múltiples máscaras y todo tipo de encarnaciones. Todas se rebelan contra una situación de exclusión y dominio masculino. Por eso despiertan odio y lujuria, y sufren también una suerte de justicia divina. Cada uno de estos personajes expira con su propio castigo, como si su autor necesitase buscar con ello la venia del público y la empatía total con estas mujeres que acaban pagando cara su soberbia maestría en el erotismo y la sensualidad.

A Sanz le cuesta entender que los mismos rasgos que en un hombre se valoran positivamente, como la seducción, la curiosidad, la ambición de poder y el ingenio, sean sin embargo el estigma de la mujer fatal. Pero nos preguntábamos si las Lulú, o las Gilda, son solamente turbios iconos de novela o si deambulan por las calles de la vida real.

El maleficio de las sirenas

[image id=»72852″ data-caption=»Según la mitología clásica, las sirenas atraían con su voz a los navegantes, les hechizaban e incluso les devoraban. » share=»true» expand=»true» size=»S»]

Para el psiquiatra Luis de Rivera, la mujer fatal es en la sexualidad mucho más que un episodio bíblico, una jugosa figura literaria o una anécdota patética y dolorosa. Rivera va más allá del mito y alerta del riesgo real de caer en sus brazos: “El hombre aúna en ella ese anhelo humano de ser amado y admirado, y la seducción que provoca la belleza. Sacrifica todo cuanto tiene sin pensar que puede terminar de un modo trágico, incluso ridículo. Igual que las sirenas, que con su canto mágico atraían a los marineros hacia las rocas, donde sus barcos se rompían en mil pedazos, la mujer fatal es un mal presagio para quien se enamora de ella”.

La mujer emplea esa tentación que suscita su sexualidad para despertar el instinto animal del hombre y, desde ahí, dominar su espíritu y ejercer el poder destructivo. Practica el sexo como fuente de placer, pero siempre con otros fines muy definidos. Así la describe Valle-Inclán en La cara de Dios: “La mujer fatal es la que se ve una vez y se recuerda siempre. […] son desastres de los cuales quedan siempre vestigios en el cuerpo y en el alma”.
De Rivera añade algunos rasgos más: Fuerte, instintiva, pero sin capacidad de amar ni sentir. Desconoce la conciencia, el remordimiento y el sentimiento de culpa. “La mujer fatal cautiva a hombres. Pero ese rol también fascina a muchas mujeres. Solo a veces es vengadora, porque arrastra un sentimiento de dolor, e inflige daño para reparar las heridas que le haya podido dejar otra persona”.

En cualquier caso, el psiquiatra destaca en la mujer fatal un grado muy elevado de hedonismo que la lleva a vivir el presente y satisfacer sus deseos a toda costa, aunque ello implique destruir a los hombres que encuentra a su paso. Cuando a Lulú, la criatura perversa del dramaturgo Frank Wedekind, le reprochan su falta de delicadeza y humanidad con el género masculino, ella responde: “No hago más que lo que debo”.

El escritor irlandés George Bernard Shaw alertaba en su correspondencia de la peligrosa eclosión de una especie de álter ego del temible y apuesto don Juan, que llegaba dispuesto a quebrar el orden en cuestiones de seducción. Y es entonces cuando crece el temor masculino a una mujer capaz de arrodillar con sus encantos a lo más granado de la sociedad. La amenaza va más allá de la moral sexual: la mujer aparece como rival en terrenos que parecían reservados exclusivamente al hombre.

Cuando esa belleza venenosa ha sido exprimida,la cultura ha procurado que la mujer fatal inicie un lamentable descenso a los infiernos y acabe pagando, e incluso probando en propia carne sus artimañas humillantes y demoledoras. Llegado ese momento, el cine y la literatura las condena y las despoja de su irresistible poder de seducción. Antes del final, la mujer fatal siempre pierde.

Redacción QUO