En la aduana de la T4 del madrileño Aeropuerto de Barajas, sin ir más lejos, se instaló una cabina de ondas milimétricas (véase recuadro), de la empresa Prosescan, que la Guardia Civil probó durante 2006. “El aparato emite una onda de radiofrecuencia que penetra un centímetro –el grosor de la ropa– y dibuja en blanco y negro una silueta difuminada para delatar si escondemos armas. Su tecnología detecta me­tales y plástico, y dispone de la aprobación de los poderes públicos”, señala Asunción Vázquez, de Prosescan.

Muchos defienden el sistema afirmando que así se agilizan los controles y se pueden reducir las colas. Incluso, para tranquilidad de los pasajeros, aseguran que la máquina carecerá de la posibilidad de almacenar las imágenes, por lo que estas se borrarán de inmediato.

En cualquier caso, la Eurocámara no lo ha tenido tan claro y ha decidido prohibir su uso por el momento, con el interés de activar así otras medidas menos polémicas de cara a 2010.
Otro paso adelante es que ya no habrá que descalzarse si nos pita el arco de control. AENA está probando en la Terminal C del Prat el llamado Magshoe, un escáner de rayos X fabricado en Israel (véase recuadro en la próxima página).

Aunque también para esto hay quien pide, al menos, precaución: “Me gustaría que el uso de un dispositivo como el Magshoe lo apruebe un certificado médico, porque necesita emitir ondas demasiado agresivas para descubrir posibles objetos escondidos en el interior de los zapatos. Nadie nos alerta de sus riesgos.” Quien habla así es Fernando San Agustín, comandante del Ejército que formó parte del equipo que creó el servicio de información antecedente del CESID. San Agustín añade: “Viajar en avión se ha convertido en un castigo bíblico; cada vez soportamos más controles fruto de la psicosis que nos atemoriza, aceptamos cualquier norma aunque atente contra nuestra libertad individual. En tierra aguantamos colas kilométricas rodeados y observados por policías, cuando sabemos que basta un hilo de nailon para cortarle el cuello a una azafata en pleno vuelo”.

Tras los atentados del 11-S, el temor sembrado en Occidente recuerda al que narra Joseph Conrad en El agente secreto, donde El Profesor, un anarquista, lleva siempre una bomba acoplada a su abrigo con la que pasea, hasta que la gente lo averigua y huye en desbandada para salvar la vida. ¿No nos estamos pasando?

Cecilia viaja a Suecia cada tres meses. Toma 15 medicinas distintas al día, tras operarse de ambos pulmones. Necesita tomarlas con agua, y se la prohibieron los servicios de vigilancia antes de subir al avión. “No soy ninguna terrorista”, exclama la mujer ofendida en la web; y David Raya, afectado de fibrosis quística y diabetes, la alienta: “Cecilia, no podemos ni debemos rendirnos”.

Los quesos cremosos también pueden transformarse en explosivos a los ojos de según quién. Nuria se fue a París: “Al volver, tuve que quitarme el bolso, el abrigo, la chaqueta, el reloj y el cinturón. No pité al pasar por el arco, pero el guardia me preguntó si llevaba algo más debajo de la camiseta. Contesté que no. Otro tipo de Seguridad me registró la bolsa de mano, vio que llevaba quesos cremosos y los calificó de peligrosos, así que me denegó el paso. Podían contener explosivos dentro”.

Las protestas abundan, aunque no tanto los gestos como el de Joan Laporta en 2005, en el Aeropuerto del Prat. La alarma del arco de seguridad pitaba de un modo tan insistente que el presidente del FC Barcelona, enfadado, se quitó los zapatos y los pantalones frente a la mirada atónita de la Guardia Civil.

“Creo que deberíamos moderar nuestra actitud”, añade el comandante San Agustín. “Y conviene recordar que existe una industria poderosa que obtiene cuantiosos beneficios a costa del miedo.”

Redacción QUO