El 22 de julio de 1975, una pequeña localidad sevillana llamada Paradas, se convirtió en el centro de la actualidad veraniega española, tras cometerse allí un sangriento crimen que pasaría a convertirse en el más misterioso de la reciente historia de nuestro país.
Alrededor de las tres de la tarde de uno de los días más calurosos de aquel verano, cinco personas fueron asesinadas en el cortijo de Los Galindos, propiedad del marqués Gonzalo de Córdoba. La primera víctima fue el capataz Manuel Zapata, al que asesinaron golpeándole en la cabeza, presumiblemente con una barra de hierro, y le remataron luego clavándole una horca de las que se utilizan para recoger la paja. Luego, mataron a su esposa, también a golpes.
La tercera y cuarta víctimas fueron el tractorista Ramón Parrilla y su esposa Asunción, que estaba embarazada. Se sabe que el capataz había ordenado a Ramón que recogiera a su mujer, que trabajaba en el pueblo, y que la llevara al cortijo. El matrimonio fue asesinado a tiros, y luego, los asesinos trataron de quemar los cadáveres en el establo.
La quinta y última víctima fue otro tractorista, José González. Parece probado que su muerte se debió a la mala suerte. Al parecer, se quedó sin combustible, y al volver a la finca sorprendió a los asesinos tratando de quemar los cadáveres, y lo dispararon varias veces. Pese a estar gravemente herido, logró cruzar todo el patio del cortijo, aunque se desplomó al cruzar la puerta, fue rematado sin piedad de otro disparo.
El crimen fue descubierto por los jornaleros de la finca, que desde el campo divisaron el humo que salía del establo. Al llegar al cortijo encontraron los cadáveres de José, los del matrimonio parcialmente calcinados, y el de la esposa del capataz. Pero el de Manuel Zapata no apareció en ese momento. Lógicamente, nadie pensaba que estaba muerto, lo que hizo recaer sobre él todas las sospechas.
Desafortunadamente, al ser finales del mes de julio, el juez de la localidad estaba de vacaciones. Igualmente, en el cuartel de la guardia civil solo quedaban un cabo y un agente de guardia. Ellos fueron los encargados de iniciar la recogida de pistas, asesorados por un forense jubilado y su nieto que estudiaba medicina. Esa situación tan caótica propició que la escena del crimen quedara alterada, que los lugareños y curiosos lo removieran todo, borrando así posibles pistas que podrían haber facilitado la resolución del crimen.
El cadáver del capataz Manuel Zapata apareció finalmente tres días después, cubierto por paja en un lugar en el que, previamente, ya se había buscado, y en el curiosamente uno de los miembros de la batida había hecho sus necesidades sin percatarse de la presencia del cuerpo. Tal vez el cadáver siempre estuvo allí y nadie lo vio, pero la sospecha más generalizada fue que alguien lo había transportado posteriormente. Pero, ¿quien?
Hubo hipótesis para todos los gustos. Incluso se llegó a apuntar al propio marqués y a su administrador quienes, al enterarse del crimen, se presentaron en la finca, y pasaron la noche allí solos , pese a todo lo ocurrido. Esa sangre fría les hizo parecer sospechosos a los ojos de muchos habitantes del pueblo.
Finalmente, las diligencias concluyeron que el tractorista Ramón parrilla había sido el autor de los hechos. Se especuló con los celos como móvil, alegando que su esposa podía haber mantenido una relación adúltera con el capataz. Por ese motivo Ramón, fuera de sí, habría matado a su propia mujer, al capataz y a su esposa, y a José que se presentó allí inesperadamente. Luego, al intentar quemar el cadáver de su mujer, Ramón se habría prendido fuego accidentalmente y habría muerto quemado.
Pero, el misterio estaba lejos de ser resuelto. En 1983, a petición de los familiares de una de las víctimas, un nuevo juez ordenó exhumar los cuerpos y realizar una nueva autopsia, de la que se encargó el prestigioso forense Luis Frontela. Y lo que descubrió añadió aún más misterio a toda la historia. El culpable oficial, Ramón parrilla, también había sido asesinado de un disparo, del que nadie se percató en la primera autopsia. El tractorista quedaba así exculpado, lo cual significaba que los asesinos seguían libres. Y hemos dicho asesinos, porque Frontela concluyó que los crímenes tuvieron que ser cometidos por al menos dos personas.
Pero, desde aquel lejano 1983, nadie ha logrado echar más luz al asunto. Ha habido teorías para todos los gustos, pero ninguna se ha confirmado. Se dijo que en el cortijo se traficaba con drogas, pero esa acusación nunca ha sido probado. Se aludió también a oscuras causas políticas.
Con todo, de las múltiples hipótesis manejadas, la que a juicio personal me parece más plausible, es otra. Se sabe que, unos meses antes, habían pernoctado en el cortijo un grupo de legionarios que volvían de unas maniobras y regresaban a su acuartelamiento en Ceuta. Se especuló con que dos de ellos podrían haber escondido algún cargamento con drogas en la finca para volver a recogerlo después, y que ellos habrían sido los asesinos. Pero, al parecer, los militares estaban acuartelados en la fecha del crimen. Con todo, hay que destacar que algunos de los investigadores que trabajaron en el caso se quejan de que, realmente, nadie confirmó nunca de forma fiable las coartadas esgrimidas por todos los posibles sospechosos. Es decir, que se fiaron de sus palabras.
Hay que recordar también que, en los meses posteriores al crimen, se comentó mucho el testimonio de un jornalero que comentaba haber visto por el campo ese día a un hombre vestido con prendas militares, manchado de sangre y gritando como un demente. Pero jamás se ha demostrado que ese relato sea verídico, y puede que se trate solo de una de las muchas leyendas urbanas que siempre surgen a raíz de hechos como estos.
¿Celos, drogas, rencillas personales, legionarios asesinos? Quizá las causas sean muy diferentes. Lo único que sabemos es que los asesinos bien podrían estar vivos todavía, aunque cuarenta y un años después, parece difícil que nadie logre aportar un poco de luz a este espeluznante crimen.
Vicente Fernández López