Seguramente no soy un buen parámetro para escribir sobre el gusto por las tragedias cinematográficas. He llorado, a moco tendido con E.T. (cuando se estrenó y la semana pasada), me saltan lágrimas apenas escucho mencionar Titanic y me da pena el vil asesinato que comete Spielberg cuando mata al pobre tiburón en su cinta homónima. Si hasta gimoteo con Viernes 13 y la desgraciada vida de Jason, su protagonista. Aún así, la ciencia ha descubierto una razón por la cual seguimos viendo películas tristes: profundiza nuestros lazos sociales e incrementa la tolerancia frente al dolor.
Así lo asegura un nuevo estudio realizado por Robin Dunbar, de la Universidad de Oxford que se preguntó “¿por qué demonios alguien gastaría tiempo y dinero en volver a ver o releer películas y novelas que sabemos nos hacen llorar?”. Para estudiar esto convocó a 169 voluntarios para ver una película llamada Stuart: A Life Backwards (protagonizada por Tom Hardy y Benedict Cumberbatch) y que relata la vida de un minusválido que vive en la calle, abusado sexualmente de pequeño, que lucha contra la adicción a las drogas y sus constantes entradas en la cárcel (un canto a la vida, vamos). Si a esto se agrega (alerta spoiler) que termina suicidándose y que se trata de una historia real, el drama está garantizado.
Al mismo tiempo recurrió a 68 voluntarios que observaron un documental de la BBC sobre los tesoros almacenados en el British Museum.
Antes y después de ver las obras, los voluntarios fueron sometidos a dos test. En uno se medía la pertenencia al grupo y el otro, llamado Silla Romana (apoyar la espalda en la pared, con las rodillas flexionadas, simulando estar sentado en una silla invisible, hasta que las piernas no soporten más) y que permite cuantificar la tolerancia al dolor.
Los resultados, publicados en Royal Society Open Science, demostraron que los que habían visto la oda a la alegría, la vida de Stuart, eran capaces de soportar un 18% más el dolor que los que presenciaron el documental y mostraban, al mismo tiempo, lazos de unión más profundos con el grupo.
Juan Scaliter