Hace un tiempo, Christie’s subastó la obra de Tiépolo, Retrato de mujer como Flora, hasta entonces desconocida. ¿Cómo es posible que nadie hubiera tenido antes noticia de su existencia? Los abuelos de sus últimos propietarios, una familia noble de Francia, la habían escondido porque se mostraba un pecho. Pocos meses antes, el presidente italiano, Berlusconi, mandó poner un velo a una copia de otro cuadro de Tiépolo: La verdad desvelada por el tiempo (véase el recuadro Hoy igual que ayer). El cuerpo desnudo ha sido considerado en Occidente elemento erótico y, en consecuencia, pecaminoso. Su exhibición ha sido prohibida no solo por normas no escritas, sino por documentos explícitos que enviaban al infierno a quien osara contravenirlos.

Por fortuna, visto el arsenal de cuadros de gente en cueros colgados en los museos de toda Europa, los coleccionistas no tuvieron miedo a las calderas de Pedro Botero, y hoy podemos disfrutar de la sensualidad de Las tres gracias y del descaro con que nos mira la Maja desnuda. Al menos en España, como los reyes y poderosos fueron los principales “consumidores” de este tipo de pinturas, a los sectores más conservadores de la sociedad no les quedó otra opción que hacer la vista gorda. Prueba de ello es un documento publicado hacia 1633 en el que un grupo de teólogos declaraba pecado mortal dibujar desnudos, pero eximía de culpa a quienes los coleccionasen, con la única condición de no exhibirlos públicamente.

Innumerables obras de arte han pasado años recluidas en aposentos privados para disfrute exclusivo de unos pocos. Sin ir más lejos, el Museo del Prado poseyó hasta 1838 una estancia que, a decir del autor francés Prosper Mérimée: “Contenía todas las desnudeces que hubiesen podido asustar a las damas”. Se refería a la Sala Reservada, que albergaba los desnudos pintados por Durero, Tiziano, Rubens… Algunos de ellos procedían del “cuarto bajo de verano” del Alcázar de Madrid, donde Felipe IV se retiraba a dormir la siesta rodeado de imágenes que se tapaban cuando entraba su esposa. Si bien la reina Isabel de Borbón decidió hacer de tripas corazón, hubo consortes menos complacientes. Una de ellas fue Eugenia de Montijo, quien, escandalizada ante la visión de El baño turco, de Ingres, impidió a su marido, Napoleón III, colgarlo en sus habitaciones. El monarca tuvo que venderlo a Khalil-Bey, un diplomático turco-egipcio con fama de juerguista que, antes de arruinarse, consiguió reunir una deslumbrante colección dedicada, sobre todo, a exaltar el cuerpo femenino.

“Algunas de las indudables delicias de los gabinetes reservados las proporcionaban su propio secreto, la consciencia de su inaccesibilidad y la convicción de su carácter transgresor”, apunta Javier Portús, conservador del Museo del Prado; y está claro que Khalil-Bey estaba dispuesto a retar a la sociedad de su época cuando decidió hacerse también con dos de las obras más turbadoras del siglo XIX: El sueño, que refleja una escena de amor lésbico, y El origen del mundo, descripción casi anatómica de un sexo femenino; ambas, de Gustave Courbet.

Redacción QUO