Tenemos tan asumido que el nuevo año comienza el 1 de enero, que nunca nos paramos a pensar la razón de que así sea. Y lo cierto es que todo se debe a una necesidad político-militar provocada por nosotros, los españoles, o más bien por nuestros antepasados, los íberos.
Para los antiguos romanos el año nuevo comenzaba en marzo. En esa fecha, el senado se reunía para nombrar los cargos militares y asignar los presupuestos bélicos, momento a partir del cual empezaban a planificarse las campañas.
Pero, en el año 153 adC, el general Quinto Fulvio Nobilior solicitó adelantar dicha fecha dos meses para poder planificar la campaña bélica para la pacificación de la Península Ibérica, con la antelación suficiente para iniciarla en primavera.
Su petición fue concedida, y el comienzo del año se adelantó de manera oficiosa al mes de diciembre, haciéndolo coincidir con el solsticio de invierno. Posteriormente, Julio César volvió a mover dicha celebración trasladándola definitivamente al 1 de enero. Algunos historiadores creen que lo hizo movido por la superstición, para hacer coincidir el inicio del año con una luna llena, lo que se consideraba augurio de buena suerte.
Posteriormente, durante la Edad Media el año nuevo volvió a celebrarse indistintamente en fechas tales como el 25 de diciembre o el Domingo de Resurrección, variando en casi cada región europea. Fue el Papa Gregorio XIII quien, en 1582, instauró el llamado calendario gregoriano, por el que nos regimos actualmente, recuperando la fecha del 1 de enero.