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Hay cinco millones de posibilidades de que un simple roce nos produzca un pequeño escalofrío, tantas como terminaciones nerviosas alfombran nuestra piel. Somos un auténtico campo minado de sensaciones que rara vez se desactiva. Pero hay que saber cómo recorrerlo para dar con el detonador: en algunos sitios hay que pisar fuerte, y en otros suavemente, como queriendo no ser vistos. Es la ruta del placer cuyos primeros centímetros han topografiado en la Universidad de Carolina del Norte con ayuda de un ser que, paradójicamente, no siente nada: un estimulador táctil, un robot, vaya.
Allí todo eran llamadas, preguntas y excitación cuando los investigadores dirigidos por Hakan Olausson publicaron en abril, en la revista Nature Neuroscience, el gran secreto que llevaban más de 10 años tratando de descifrar: el de acariciar bien. Ni más lenta ni más rápidamente que entre 1,3 y 10 centímetros por segundo. Con esa cadencia, y aplicando una presión leve, pero que varía ligeramente de una persona a otra, los llamados “mecanorreceptores” del tipo táctil-C (uno de los muchos tipos de detectores que tenemos en la epidermis) envían al cerebro la mejor noticia que pueden, la del placer. A otra velocidad, estos testigos no se inmutan, no se activan, no lo disfrutamos.
El placer no genital
Lejos de quitarle la gracia a la aventura del flirteo y la exploración (por haber determinado de modo frío y exacto cómo tocarse mejor), el equipo de Olausson ha echado más leña al fuego. Porque sus científicos han descubierto, a la par, que este manual de instrucciones no obra en las zonas genitales ni en las mucosas (la vagina, por ejemplo). Es decir, el hallazgo obliga a abundar en el estudio de los prolegómenos y del sexo no genital, que es precisamente el que, según la sexología moderna, atesora el verdadero secreto del éxito posterior en la horizontal. Por lo pronto, ya saben que esta velocidad de caricia está muy relacionada con la estimulación de la relación entre madre e hijo, pero también con la de la relación social. El siguiente paso es conocer si el camino que lleva a la pura excitación sexual viaja por la misma vía al cerebro. Y según apuntan, quizá la respuesta esté en la experiencia previa y en la cultura táctil de cada uno.
La llave del orgasmo
Pistas no faltan para determinar el poderoso influjo de la palma de una mano deslizándose sobre un cuerpo desnudo. Es un tópico científico, pero también una afirmación aceptada, que la piel es el mayor de nuestros órganos (dos metros cuadrados nos recubren). Ella, en sus posesiones, alberga el tacto, y solo este tiene la llave del orgasmo. A los hombres les excita la simple visión de los pechos de una mujer, unos labios gruesos; ellas se turban más con un susurro, un jadeo, a veces un olor; pero nada de todo eso es capaz de desatar el maravilloso calambre que, según determinaron los famosos Masters y Johnson, nace en la zona sacra de la médula espinal, el latigazo del clímax. El tacto sí puede, y la naturaleza nos ha dotado de las heramientas necesarias como animales sexuales que somos: los labios, el dedo índice y el pulgar humanos ocupan una parte considerable del espacio cerebral consagrado al tacto. Y a su vez, esta área dedicada a percibir y procesar lo que tocamos (en la corteza cerebral, detrás de la cisura de Rolando), es también muy amplia. Es más: el hombre es el mamífero con mayor número y variedad de corpúsculos sensitivos en la piel.
En parte, porque de ello depende nuestra supervivencia como especie. El tocar gobierna una porción importante de nuestra relación con el mundo físico, pero también es un factor determinante en el sexo y, por lo tanto, en la reproducción. Las caricias en las caras internas de los muslos (estos sí, provistos de vello, como manda el nuevo descubrimiento) y en las zonas púbicas y perineales desatan un torrente de sangre que llena de ajetreo los capilares de los cuerpos cavernosos que conforman el pene, la vagina y el clítoris, e irrigan el cuerpo de la pareja hasta pintarla del llamado rubor del sexo.
Redacción QUO